Carmen Barainca
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Eran las 12:30 del mediodía. El sol bañaba las aulas de Teatinos como cualquier otro día de primavera en Málaga. Ni siquiera tenía que acudir a clase hoy, pero decidí ir a la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UMA. Quería aprovechar el día entre amigos. Teletrabajar y, a la vez, sentirme parte de la fugaz vida universitaria.

Me encontraba transcribiendo una entrevista cuando, de repente, la pantalla de mi portátil titiló: "Sin conexión a internet". Nada raro en la UMA, pensé. No es la primera vez que el WiFi falla. Segundos después, las luces del aula parpadearon y se apagaron en un suspiro breve, dejando tras de sí un pequeño "plop" eléctrico, un zumbido casi imperceptible de los altavoces al desconectarse.

Apenas había pasado una semana desde que una arqueta explotó cerca de la facultad, provocando un corte de luz y un pequeño incendio controlado. Así que, al principio, mi mente tendenciosa a lo local, a lo habitual, pensó: "Será otra avería". La profesora, lejos de alarmarse, intentó adaptarse: "Tranquilos, haremos las prácticas sin internet". El humor, como suele ocurrir en tiempos de incertidumbre, no tardó en aflorar en el aula. “Que sí, que nos vamos a morir todos, pero guardad silencio”, bromeó ella, desatando risas nerviosas que, poco a poco, se tornarían en inquietud.

Entonces, movidos por un instinto compartido, mis compañeros —jóvenes periodistas en ciernes— abrieron los móviles. Los pocos afortunados con conexión empezamos a escarbar en busca de respuestas. Lo que descubrimos nos heló la sangre: un apagón masivo que ha dejado sin electricidad no solo a Málaga, sino a buena parte de la Península Ibérica. Portugal también ha caído. Baleares y Canarias, de momento, resisten. Algunas zonas del sur de Francia y de Italia reportan incidencias. Los rumores sobre un posible ciberataque no tardaron en emerger. Y muchos han apuntado a hackers de procedencia rusa. Pero, por ahora, solo son suposiciones.

La incredulidad se apoderó del ambiente. La profesora decidió liberar a los alumnos. Salimos a la calle bajo un cielo idéntico al de cada día, pero afloró una tensión nueva, un rumor de inquietud que ni el sol puede disipar. Los pasillos del campus, normalmente bulliciosos, se llenaron de conversaciones fragmentadas: "¿Tienes conexión?", "No puedo llamar a mis padres", "¿Qué ha pasado?".

Los móviles, en manos de los pocos que aún tenían datos, se convirtieron en faros. Compañeros que prestaron sus terminales para que otros, atrapados en la incomunicación, pudiesen tranquilizar a sus familias. Cada llamada que lograba completarse era un pequeño logro.

Camino hacia las paradas de autobús de la calle Bulevar Louis Pasteur, esperaba una marea humana que se agolpaba. El metro, como ya sabíamos, se había detenido. Los trenes de Cercanías, también. Vivo en un pueblo de la Costa del Sol y, al igual que muchas personas, dependo de varias conexiones. Empecé a comprender que no sería fácil volver a casa.

Las escenas eran de un orden tranquilo, pero con un trasfondo de vulnerabilidad: estudiantes haciendo cola durante horas, buses saturados que dejaban a decenas de personas esperando en tierra, coches improvisando recogidas en dobles filas. Y en el ambiente, el sonido incesante de sirenas de policía, bomberos y ambulancias: la banda sonora de un día digno del recuerdo.

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Algunos intentaban mantener el buen humor. "Bueno, mañana seguro que no hay clases", comentó una pareja entre risas tensas. Otros simplemente esperaban, resignados. Personas angustiadas preguntaban cómo podrían volver a Torre del Mar, al centro o a Fuengirola. Nunca antes se había vuelto tan verídico el dicho "hoy en día no sois nadie sin internet", típico de las generaciones mayores.

La ciudad, privada de electricidad, empezó a mostrar sus costuras: supermercados cerrados, pagos electrónicos imposibles, alimentos que comenzaron a peligrar en neveras inertes. Madrid clausurando los túneles de la M-30. Personas atrapadas en ascensores. Aeropuertos en alerta. El apagón no solo apagó la luz: apagó certezas.

Por suerte, un familiar consiguió recogerme en coche. Nos reconocimos por pura intuición: en tiempos sin cobertura, levantar la mirada se convierte en un acto de fe. Subí al vehículo, nos adentramos en la autovía colapsada y emprendimos el regreso a casa, sorteando el tráfico como quien navega un río embravecido.

Me acosté exhausta. Sin batería en los dispositivos móviles, ni internet. Al despertar, lo primero que hice fue encender la luz. Ya funcionaba. La normalidad, aunque frágil, parecía empezar a reanudarse. No en todos los sitios, todavía. El presidente Pedro Sánchez, en una rueda de prensa de urgencia, ha confirmado que las causas siguen siendo un misterio y que la reparación total llevará todavía algunas horas.

Hoy, más que nunca, entendemos que la electricidad, esa fuerza silenciosa que sostiene la vida moderna, no es eterna ni infalible. La sociedad española ha recibido un aviso, y quizá también una lección: la civilización que hemos construido, luminosa y ruidosa, también sabe tambalearse en el más absoluto de los silencios.