Ni el campero, ni el gazpachuelo, ni el ajoblanco. Si hay un plato que defina la cultura de Málaga, ese es el espeto. Aunque para los más puristas su disfrute está reservado a los meses sin R, lo cierto es que el culto a la sardina es un fenómeno tan extendido que traspasa fronteras y disciplinas.

La prueba de su alcance cultural se encuentra recogido en las reflexiones e ideas que, durante décadas, distintos pensadores de la escena intelectual han ido plasmando en el papel. Uno de los que podría sorprender, por su absoluta vinculación atlántica, es Julio Camba. En una ocasión, el periodista gallego apuntó a que la sardina, "una sola, es todo el mar". 

Algunos de estos temas fueron plasmados por el escritor Enrique Mapelli en su obra Málaga, a mesa y mantel, donde recoge una antología de literatos que han rendido culto a la gastronomía de la tierra a través de las letras.

Entre las grandes firmas que aparecen en este libro se encuentra Salvador Rueda. El conocido como Poeta de la raza, nació en Benaque en 1857 y falleció en su casa de la Coracha, a los pies de la Alcazaba en 1933. Según Alfonso Canales, el paisaje que rodeó el hogar en el que creció acabó convirtiéndose en su escuela y su universidad. 

La influencia del entorno dejó huella en la "luz vivísima de sus ojos con los que aprendió a escrutar las guijas y los insectos, los frutos de la tierra; el mar tras las colinas cubiertas de viñedos, el hondo cielo estrellado". Esta conexión con el ecosistema explica la sensibilidad transmitida en sus creaciones, muchas vertebradas sobre el pilar de la gastronomía. Así, su Pregón del pescado reza:

(...)

Llevo acabados de echar

boquerones 'victorianos'

cual duendecillos enanos

que viven dentro del mar.

Son buenos para probar

el primor de las mujeres,

pues dan menudos quehaceres

al unirlos con mil mañas.

(...)

Pero el alcance que adquiere su visión sobre los productos marítimos se acaba desgranando en las numerosas especies que reinan en las aguas. De hecho, tiene especial predilección sobre el pescaíto frito, hasta el punto de que, en cierto momento, escribe: "De los peces exquisitos/ que el mar tiene en sus entrañas,/ me gustan los más chiquitos,/ en manojos pequeñitos/ cual manojos de pestañas".

Mapelli explica que la fama adquirida por la ciudad a causa de este plato popular es de tal condición que "se ha generalizado como el genuino de nuestra cocina": "(En algunos casos) como el único que se conoce y como el único que, en muchos casos, se ofrece en los establecimientos públicos". Concretamente sobre la especialidad del espeto, Salvador Rueda escribía:

Con sus túnicas divinas

Que la luz besa temblando,

Llevo vivas y saltando

Las relucientes “sardinas”

Sus escamas cristalinas

El fuego dora y halaga,

Y el apetito propaga

Su olor grato y peregrino,

Entre las cañas de vino

De la andaluza moraga.

Modus operandi

En uno de los capítulos de su libro, Mapelli subraya que el elemento indispensable para el cocinado de la sardina al fuego ha de ser la varilla sobre la que se sostiene el pescado, pero que el nombre real del plato es el de sardinas al espeto "o sea, moraga": "No estimo correcto llamarlo espeto o espetón, ya que eso tan solo puede ser engullido por los faquires". 

De igual modo, reflexiona sobre el material del que debe estar hecho el estoque: "A mi juicio, en el caso de Málaga debe estar confeccionado con caña, debidamente cortada en secciones verticales y pulimentados, eliminando toda brizna y afilando en forma puntiaguda el extremo por el que han de ser insertadas las sardinas".

Sin embargo, esto entra en conflicto con la propia definición de la RAE, que reserva la hechura de esta herramienta al hierro: "(La elección de la caña) tiene fácil explicación, no solo por la mayor economía del material, sino porque las cañas son de una inmediata localización en los terrenos donde termina la arena de la playa". 

El biólogo Luis Bellón, en su libro Pesca y utilización del boquerón y de la sardina en las costas de Málaga, define la hoja de ruta que hay que seguirse para el cocinado del pescado. Es fundamental hacer un montocillo o balate alargado en la arena de la playa, encendiendo el fuego "por sotavento" y esperando a que la leña quede hecha ascuas.

Mientras tanto, las sardinas, sazonadas previamente, se "ensartan enteras, con escamas, tripas y cabeza" por la mitad del cuerpo, atravesándolas desde el lomo hasta el vientre por las tiras de caña.

Bellón incide en que es importante "deslizar con habilidad" por debajo de la columna vertebral para que el animal quede "bien apoyado" y no se parta al voltearlo para recibir el calor del fuego por la otra parte. 

Cada espetón aguanta la cuantía de cinco o seis sardinas, se clava de manera oblicua en el montón de arena y se espera a que la cercanía de las llamas actúe por barlovento, para que "reciban el calor y no el humo". 

Julián Sesmero, en el pregón del III Concurso de moraga, señalaba que el pez debe pescarse en julio, "en el arda o zona fosfórica que señala en luna llena el paso del pescado" y salarlas un par de horas antes de ser espetadas.

Incluso se atrevía a hacer una clasificación entre las moragas churrasco, preparadas en terrazas de hoteles de cinco estrellas; desnaturalizadas, realizadas los domingos en pinares; las borreras, hechas en pisos metiendo el humo al vecino; y finalmente las de jureles: "Sus inventores tuvieron que quitarles el sabor bebiendo aguardiente".

Aquí, al igual que con las grandes marcas, la clave está en no aceptar imitaciones". Antonio D. Olano, en la Guía secreta de la Costa del Sol, afirma que algunos restaurantes finolis sirven este pescado en lujosos platos y los comensales usan paletas de pescado y tenedor: "Ese es el quiero y no puedo de la gastronomía".

Volviendo a Camba, gran admirador de este plato, lo calificaba de canaille, "no solo por su fuerte sabor, sino también porque hay que comerlo valiéndose de los dedos. No puede presentarse en las mesas elegantes". 

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