En diciembre de 2024 escribí en estas mismas páginas que el turismo europeo, tal y como lo conocíamos, se había vuelto insostenible. Hablaba entonces de un modelo que exprimía el espacio urbano hasta vaciarlo de sentido, de ciudades convertidas en escaparates para visitantes en lugar de hogares para sus ciudadanos.

Casi un año después, la discusión ha dejado de ser teórica. El turismo de masas no solo ha tocado techo: empieza a desmoronarse.

Lo que vemos hoy no son quejas aisladas, sino decisiones políticas concretas. Ciudades que fueron símbolos del turismo desbordado como Venecia, Amsterdam, Barcelona o Dubrovnik están marcando un nuevo rumbo. Venecia ya cobra entrada a los visitantes de un solo día, y ha limitado los cruceros que invadían su laguna.

Amsterdam ha prohibido la construcción de nuevos hoteles y ha desplazado las terminales de cruceros fuera del centro urbano. Barcelona ha ido aún más lejos: no renovará licencias de apartamentos turísticos a partir de 2028.

Algunas regiones, como el Tirol o Escocia, han comenzado a experimentar con límites dinámicos de capacidad: algoritmos que ajustan la promoción y las reservas en función de la carga real de un territorio. En el Mediterráneo, varias islas están explorando tasas turísticas variables según temporada, tipo de alojamiento o huella ambiental. No son gestos simbólicos, sino un cambio estructural y muy razonable en la forma de entender la economía urbana.

El turismo de masas nació con el low-cost, creció con la globalización y se disparó con las plataformas digitales

El turismo de masas nació con el low-cost, creció con la globalización y se disparó con las plataformas digitales. Durante dos décadas, su lógica fue siempre la misma: más visitantes, más ingresos, más éxito. Pero el modelo, basado en cantidades prácticamente infinitas de visitantes, ha chocado contra los límites físicos, ambientales y sociales de las ciudades.

Cada nuevo récord de llegadas significaba menos vivienda, menos espacio público, menos vida local. Hoy, los gobiernos locales se atreven a reconocer que la saturación turística no es un síntoma del éxito, sino de la enfermedad.

La tecnología, curiosamente, puede ayudar a gestionar mejor el fenómeno que ayudó a crear. Los sistemas de análisis de datos permiten monitorizar flujos en tiempo real, anticipar saturaciones y redistribuir visitantes. Las ciudades pueden usar esa información no para atraer más turistas, sino para equilibrar su presencia.

Lo que hace falta no es eliminar el turismo, sino domesticarlo. Convertirlo en una práctica compatible con la vida cotidiana y la identidad de los lugares.

Lo más interesante es que esta reacción no surge de la nostalgia, sino de la innovación. Europa no reniega del turismo: lo está rediseñando. En lugar de medir el éxito por la cantidad de turistas, empieza a hacerlo por la calidad de la experiencia, la duración de la estancia o el gasto local.

Una ciudad que expulsa a sus vecinos, que convierte cada vivienda en alojamiento temporal y cada calle en una cola de fotos, se suicida lentamente

Surge la noción de “turismo de permanencia”, que prioriza estancias más largas, vínculos más estrechos con el entorno y menor impacto ambiental. Islas como Cerdeña, Madeira o las Baleares experimentan con tasas variables en función de la temporada o la huella ecológica del visitante. En los Alpes, algunas regiones utilizan datos en tiempo real para ajustar la promoción turística según la saturación del territorio.

Incluso las grandes capitales empiezan a imaginar modelos distintos. París está promoviendo el turismo cultural y de proximidad, intentando atraer menos visitantes pero más comprometidos. Lisboa busca equilibrar la presión de los cruceros con la recuperación de la vivienda para residentes.

Y en ciudades medianas, como Bilbao o Málaga, se apuesta por un turismo más diversificado, con foco en el conocimiento, la gastronomía o las industrias culturales. Las ciudades en general intentan cada vez más evitar una masificación que erosiona su tejido social, destruye su habitabilidad y reduce su identidad local a la de un parque temático más, un decorado para visitantes.

Detrás de todos estos cambios hay una idea sencilla: el turismo no puede sostenerse si destruye aquello que promete. Una ciudad que expulsa a sus vecinos, que convierte cada vivienda en alojamiento temporal y cada calle en una cola de fotos, se suicida lentamente. Lo nuevo, y lo más esperanzador, es que cada vez más ciudades parecen haberlo entendido, y están empezando a actuar.

España, naturalmente, está en el centro de este debate. Somos una potencia turística global, y nuestro modelo económico sigue dependiendo en gran medida de ese sector. El turismo representa más del 12% del PIB y da trabajo a millones de personas, pero también provoca tensiones crecientes: alquileres inasumibles, pérdida de población en los centros históricos y conflicto entre residentes y visitantes.

También somos uno de los países donde las tensiones se hacen más visibles: desde el acceso imposible a la vivienda hasta las protestas contra la saturación turística en Palma, Málaga o las islas.

Lo que era un orgullo nacional empieza a ser un dilema social. La pregunta no es si el turismo debe seguir siendo una fuente de riqueza, sino bajo qué condiciones puede seguir siéndolo sin destruir el equilibrio urbano.

El cambio no será fácil. Las medidas restrictivas suelen ser impopulares y chocan con intereses muy poderosos. Pero la transformación ya ha comenzado, impulsada por una nueva conciencia social. Las generaciones jóvenes viajan distinto: prefieren la autenticidad, la sostenibilidad y el respeto por el entorno.

Muchos ya no buscan el patético “verlo todo” o la “colección de recuerdos”, sino entender lo que ven. Y las ciudades que sepan ofrecer eso serán las que prosperen en el nuevo ciclo.

Quizás el turismo del futuro no tenga tanto que ver con la cantidad de fotos que se suben, sino con el número de conversaciones que se mantienen. Vivir un lugar, no consumirlo como fast food. Contribuir a su economía sin alterar su tejido esencial. Que los visitantes quieran volver, no porque lo vieron todo, sino porque lo entendieron mejor.

A diferencia de lo que escribí en 2024, esta vez el cambio no está en el horizonte: ya ha empezado. Los aeropuertos siguen llenos, pero las ciudades comienzan a vaciarse de clichés. Europa está repensando la forma en que se muestra al mundo.

Y si consigue transformar el turismo en una actividad más justa, equilibrada y humana, quizá podamos mirar atrás dentro de unos años y decir, con alivio: sí, el turismo de masas terminó. Y fue para mejor.

***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.