El exfutbolista del Real Madrid, del Betis y de la selección española, Alfonso Pérez, “Alfonso” en el argot futbolístico, ha sido la última víctima de la inquisición del feminismo radical imperante en España. Su pecado, su herejía es haber dicho algo elemental: el fútbol masculino genera más ingresos y tiene más repercusión que el femenino. En consecuencia, no tiene sentido plantear la equiparación salarial entre las mujeres y los hombres en el Deporte Rey. El castigo ha sido retirar su nombre del estadio del Getafe, su ciudad de nacimiento tras haberle calificado la alcaldesa del PSOE de “machista”.

En Esta Vieja Piel de Toro, el feminismo radical, ha convertido a las mujeres en uno de los animales sagrados, entiéndase ese término como una metáfora, de las religiones postmodernas; una de las especies representadas en el zoo de la corrección política. Cualquier crítica a sus planteamientos o la puesta en cuestión de sus demandas es herética, una expresión del machismo irredento que o bien ha de ser impedida y, cuando se produce, castigada. Sólo queda la autocensura o la sumisión a los dogmas de la secta. En una sociedad libre no pueden existir tabúes. Todo puede y debe estar sometido al juicio de la razón crítica.

Pues bien, el fútbol es un deporte y un negocio. Sus resultados económicos no son un producto del azar, sino que proceden del público que visualiza ese espectáculo y de la actividad que genera a su alrededor. Es el consumidor soberano quien decide si ve o no un partido, si es socio o no de un club, si compra camisetas de un jugador o de otro, etc. Son las compañías las que deciden si invierten y cuánto en publicidad o en patrocinio de equipos o jugadores concretos. Nada de eso está ligado a consideraciones de género, sino al objetivo de maximizar beneficios deportivos y monetarios. Es así de simple.

Desde esta perspectiva, el fútbol femenino y sus estrellas no tiene ninguna autoridad para exigir salarios equivalentes o aproximados a los del masculino por la sencilla razón de que no tienen a día de hoy el mismo ni remotamente similar atractivo que el practicado por los hombres para los espectadores. Argumentar lo contrario es tan absurdo como pretender que una empresa con ingresos precarios pague a sus trabajadores igual que una con altos beneficios o que, ceteris paribus, un cirujano tenga la misma remuneración que un auxiliar de clínica. Los ejemplos podrían extenderse hasta el infinito y es lamentable tener que señalar una obviedad.

En este sentido, es importante para no perder el sentido común y la percepción de la realidad realizar algunas comparaciones entre el fútbol masculino y el femenino con algunos datos básicos. Así, por ejemplo, el último mundial de balompié ganado por nuestras compatriotas produjo unos ingresos totales de unos 570 millones de dólares, mientras que el de Qatar 2018 generó 7.500. La final del primero fue seguida por 13,3 millones de espectadores; la segunda por 3,57 miles de millones. Esta brutal disparidad de audiencias no parece ser achacable a una conjura del patriarcado global, sino tal vez a una decisión libre y espontánea de la gente.

En los últimos mundiales de fútbol, las jugadoras, con una productividad inferior a la de los jugadores, obtuvieron remuneraciones relativas superiores a las de ellos

Si se habla y se insiste en la disparidad salarial, al margen de los demoledores datos apuntados, es interesante apuntar un dato relevante. En el último mundial de fútbol masculino, los jugadores se llevaron el 7% de los ingresos totales generados por el evento; en el femenino, el 20%. Esto significa que, en términos relativos, las futbolistas tuvieron una mayor proporción en la tarta; menor en cuantía total, obviamente, porque su campeonato facturó mucho menos. En otras palabras, las jugadoras, con una productividad inferior a la de los jugadores, obtuvieron remuneraciones relativas superiores a las de ellos. 

Si se da un paso más y se plantea el caso concreto de España, el fútbol profesional generó durante la temporada 2021-2022 hasta 18.350 millones de euros contabilizando los efectos directos, indirectos e inducidos, lo que equivale a un 1,44% del PIB español. En esa misma competición, el femenino arrojó unas pérdidas de casi 20 millones de euros. Para ser precisos, 19.993.263 euros. Esto no obedece de nuevo a ninguna conspiración machista, sino al hecho de algo evidente: los individuos tienen el mal gusto y la pésima costumbre, quizá derivada de su ancestral herencia patriarcal, de preferir ver partidos de hombres que de mujeres.      

Nada impide al fútbol femenino crecer y remunerar cada vez más a quienes practican ese deporte. Pero para eso sólo ha de hacer una cosa: tener para los aficionados mayor atractivo. Este es el único camino decente y racional para conseguir esa meta y no hay ningún argumento capaz de negar esa proposición. Son los consumidores-espectadores quienes juzgan y deciden, quienes discriminan en función de sus gustos y preferencias y, por el momento, prefieren como es obvio ver fútbol masculino. Qué se le va a hacer…