La semana pasada fue sumamente prolija en comentarios sobre los problemas de distintas compañías para mantener ya no simplemente sus beneficios, sino incluso su atractivo o los atributos que las hicieron en su momento interesantes para sus clientes. 

Cory Doctorow, uno de los más interesantes activistas de la web desde hace ya un buen montón de años, escribió un artículo que se hizo completamente viral, Tiktok's enshittification, en el que comparaba la evolución de la compañía con la de otras como Amazon, Google o Facebook.

Primero, proponen servicios buenos para sus usuarios, después empiezan a abusar de sus usuarios para ganar dinero vendiendo su información a sus clientes corporativos, y terminan por abusar también de esos clientes corporativos para tratar de retener todo el valor para la propia compañía, momento en el que empiezan a morir. 

"Al principio Amazon era una maravillosa tienda en la que había de todo, pero ahora es una jungla espantosa"

Con eso explicaba, por ejemplo, el declive de Amazon, que al principio era una maravillosa tienda en la que había de todo, pero ahora es una jungla espantosa en la que en cada búsqueda de un producto encontramos desde timos e imitaciones, hasta copias descaradas de productos hechos por la propia Amazon y colocadas artificialmente de primeras en la lista para que piquemos.

¿Cómo engañar a la vez a los que compran y a los que venden en tu plataforma? Precisamente de esa compañía nos habla también John Herrman en otro artículo en New York Magazine, The junkification of Amazon, en el que se pregunta, básicamente, por qué la compañía parece hacer todo lo que puede por ser cada vez peor. 

La coincidencia de ambos artículos es clara y no escapa a nadie que entienda un mínimo de inglés: enshittification, junkification… Hablamos de compañías que una vez sus clientes encontraron atractivas, pero que evolucionan para volverse una mierda (shit) o basura (junk): básicamente la misma cosa. 

¿Cómo explicar, por ejemplo, que Facebook, que al principio era un sitio agradable en el que enterarnos de lo que hacían nuestros amigos y conocidos, se transformase en el desastre que es ahora? Una empresa dedicada a darnos de manera obsesiva más y más artículos de aquello en lo que una vez hicimos clic o comentamos, para tratar de secuestrar nuestra atención más tiempo y vendérsela a los anunciantes.

¿Y cómo ahora engaña a esos anunciantes diciéndole que pondrá sus anuncios delante de los perfiles que ellos piden, cuando ya no sabe lo suficiente de sus usuarios como para que esas segmentaciones sean realmente fiables (no lo son en absoluto)?

A lo mejor, los inversores que ahora están detrás de la reciente subida en bolsa de la compañía deberían preguntarse si algo de eso ha cambiado, o si simplemente hablamos de la misma basura. Eso sí, con menos empleados y menores costes. 

¿Por qué actúan así unas compañías dirigidas, presuntamente, por personas inteligentes y con inmensos recursos a su disposición? ¿Qué lleva a las compañías a emprender una trayectoria poco menos que suicida en el medio y largo plazo? 

La respuesta es algo con lo que los académicos dedicados al estudio de la innovación llevamos media vida obsesionándonos: la tendencia de las organizaciones a parecerse cada vez más a su entorno normativo.

Mientras una compañía es una start-up y se dedica a intentar convencer a sus usuarios potenciales de lo buena que es, lógicamente, les muestra productos o servicios que realmente valen la pena, y vive en un entorno competitivo, rodeada por otras compañías que intentan lo mismo. 

Cuando ya ha conseguido suficiente tracción como para salir a bolsa, sus problemas cambian: ahora lo que tiene que hacer es mantener contentos a sus accionistas, y ese objetivo no tiene ya nada que ver con el anterior.

Ahora la compañía está en un entorno de analistas y de gente que valora sus cuentas en el corto plazo, no sus productos, sus servicios o su relación con sus usuarios. En ese entorno, todo lo que no sea cumplir los objetivos del trimestre, no importa. Y es más: si los objetivos del trimestre no se cumplen, los directivos pierden sus bonus. Directivos que si tienen que elegir entre matar o robar y perder sus bonus, escogerán sin dudarlo la primera opción. 

A esas alturas, muchos clientes que ya han situado a la compañía en el centro de sus preferencias en una categoría determinada tienden a mantener su gasto, aunque ya no estén tan contentos como antes. Y la propia compañía, en muchos casos, ha conseguido situarse en una posición de dominio de su mercado que hace que existan ya pocas alternativas. 

Aparentemente, hemos conseguido un sistema que premia no el mejor producto o servicio, sino el que más exprime a sus clientes. En un contexto en el que una panda de analistas cortoplacistas incentivan a la empresa que más gana en un trimestre, independientemente del valor que es capaz de generar a esos clientes, o de si ha conseguido ya que esos clientes le odien. Y en el que los directivos hacen todo lo posible y lo imposible, sea moral o inmoral, por asegurar su bonus, aunque eso implique caer en la más profunda obsolescencia. 

¿En qué diablos de punto nos equivocamos? ¿Cómo podemos, a lo largo de siglos de civilización, haber creado un sistema de incentivos tan erróneo y tan patentemente absurdo? Y lo más complicado: ¿cómo replantearlo?

Contenido exclusivo para suscriptores
Descubre nuestra mejor oferta
Suscríbete a la explicación Cancela cuando quieras

O gestiona tu suscripción con Google

¿Qué incluye tu suscripción?

  • +Acceso limitado a todo el contenido
  • +Navega sin publicidad intrusiva
  • +La Primera del Domingo
  • +Newsletters informativas
  • +Revistas Spain media
  • +Zona Ñ
  • +La Edición
  • +Eventos
Más información