Desde hace ya unos cuantos días, Madrid y otras grandes ciudades españolas han vuelto a su rutina diaria de atascos de tráfico. La combinación del final de algunas de las restricciones de la pandemia, unida a la decisión de muchas compañías de obligar a sus empleados a volver al trabajo presencial y la vuelta de los niños al colegio han determinado que, un año más, los atascos vuelvan a ser la característica habitual de la vida en las ciudades a determinadas horas. 

Columnas interminables de automóviles circulando a velocidades absurdamente bajas, vehículos de entre mil y dos mil kilos en muchos casos, utilizados para desplazar a una persona de entre sesenta y noventa, en el colmo absoluto de la ineficiencia, y en la mayor parte de las ocasiones, echando humo incluso cuando están completamente detenidos.

Oleadas de personas sometidas a rutinas absurdas que implican entrar y salir todos de trabajar aproximadamente a las mismas horas, infraestructuras sobrecargadas por encima de sus posibilidades y aún ciertos recelos ante el uso del transporte público. Una combinación sin duda muy complicada. 

El problema, claramente, es que el tiempo para cambiar esto se nos acaba, y que hemos desperdiciado una oportunidad más, posiblemente la mayor llamada de atención que hemos tenido en la historia de la humanidad -nada menos que una pandemia- para hacerlo.

En algunas escasas excepciones, unas pocas ciudades están dando pasos para tratar de corregir un problema, el del transporte, que está en la base de entre el 15% y el 20% de las emisiones que están provocando una emergencia climática de la que nunca hemos tenido tantas evidencias directas.

París está modificando drásticamente la fisonomía de las calles de sus barrios más concurridos para eliminar muchos carriles destinados a automóviles, reasignándolos a transporte público y micromovilidad como bicicletas o patinetes, con el fin de desincentivar el uso del coche como forma principal de movilidad.

En algunas escasas excepciones, unas pocas ciudades están dando pasos para tratar de corregir un problema, el del transporte, que está en la base de entre el 15% y el 20% de las emisiones que están provocando una emergencia climática

Barcelona está peatonalizando muchas zonas, más de treinta y dos kilómetros de calles. Milán, una ciudad de distancias cortas, está dedicando muchos más carriles a bicicletas e incluso subvencionando la adquisición de vehículos eléctricos de micromovilidad personal.

Nueva York o Londres experimentan con los llamados congestion fees, que imponen drásticos peajes a los vehículos que pretenden transitar por ciertas zonas, y Seattle o Washington D.C. eliminan cada vez más carriles a la circulación de automóviles. Claramente, la edad del automóvil fue un drástico error, un error que necesitamos deshacer cuanto antes. El coche, diga lo que diga la industria que lo fabrica, es ahora nuestro mayor enemigo. 

Pero descarbonizar el transporte no implica únicamente prohibir la circulación de automóviles en ciertas áreas. Supone también eliminar uno de los mayores subsidios ocultos que las ciudades ofrecen a quienes se mueven en ellas: el aparcamiento en superficie.

El coche, diga lo que diga la industria que lo fabrica, es ahora nuestro mayor enemigo

La idea de que podemos llegar a cualquier sitio en una ciudad y abandonar nuestro vehículo en cualquier espacio público debe terminar y servir así como desincentivo al uso de ese vehículo.

Y, por supuesto, eso debe compensarse con más infraestructura de transporte público libre de emisiones, lo que conlleva importantes inversiones en autobuses eléctricos, obligar a la electrificación de taxis y VTC -por supuesto eléctricos, no híbridos, dado que el híbrido es la mayor trampa que la industria del automóvil nos ha hecho a todos- y proveer de espacios para que los usuarios de bicicletas, patinetes o ciclomotores eléctricos no tengan que jugarse la vida a diario circulando entre automóviles.

Que "volver a la normalidad" sea sinónimo de "vuelta a los atascos" es un error que no nos podemos permitir y que trasciende el ámbito de la ciudad para alcanzar el de civilización en su conjunto.

La ciencia climática permite ya atribuir con cada vez más certeza las causas de las catástrofes climáticas a las emisiones producidas por el hombre: los incendios, los huracanes, las inundaciones y las olas de calor son ahora más frecuentes porque seguimos sin renunciar a nuestra forma de vivir y, sobre todo, de transportarnos. Las ciudades se convierten en islas de calor porque no hemos cambiado su filosofía fundamental, un diseño que, en muchos casos, gira precisamente en torno al uso del automóvil. En el colmo del absurdo, algunos de nuestros dirigentes políticos incluso se precian de cómo los atascos contribuyen al "ambiente" de su ciudad. 

Obviamente, todos esos cambios, que hay que emprender a la mayor brevedad, implicarán muchos otros. La recaudación de impuestos evolucionará y gravará la distancia recorrida, el combustible se convertirá en extremadamente caro, y se utilizarán esos impuestos para financiar más y mejor transporte público, más carriles protegidos para vehículos no contaminantes, y más zonas peatonales.

A estas alturas, seguir dependiendo del automóvil como medio principal de transporte es simplemente imposible e impide que alcancemos nuestros objetivos de descarbonización. Así que, por duro que parezca y por poco que nos apetezca, nos va a tocar, tanto a los ciudadanos como a los gestores de las ciudades, hacer muchos y profundos cambios. Y más nos vale que sea pronto. 

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