Hace poco más de un mes, el Gobierno creó un fondo para sacar las energías renovables de la factura de la luz con la promesa de abaratarla en un 13%. El pasado fin de semana, los consumidores españoles llegaron a pagar 110 euros por cada MWh, triplicando el precio medio anual de la electricidad. El Ejecutivo achaca esta espectacular subida al aumento de la demanda producido por la tormenta de nieve que ha azotado el país. Esta es una media verdad y, por tanto, tiene mucho de mentira. El problema no es coyuntural sino estructural.

Al igual que España tiene una tasa de paro muy abultada en los auges que se dispara en las recesiones, su energía eléctrica es más cara que la existente en el promedio de la UE y de la Eurozona tanto en las fases expansivas como en las recesivas.

Esto se traduce en una erosión innecesaria de la renta disponible de los hogares y en una pérdida de competitividad de las empresas. En 2019, el último año antes de la crisis, el precio final de la electricidad residencial, para la pequeña, para la mediana y para la gran industria era sensiblemente superior a la del promedio de la UE.

La idea según la cual la elevación del coste de la luz es simplemente el reflejo del juego de las fuerzas del mercado es una falacia. Sólo un 40% de su precio básico puede ser atribuido a esa dinámica, ya que el 60% restante está regulado y fijado por el Gobierno.

En consecuencia, no es posible considerar al sistema de precios como el mecanismo a través del cual se determina el recibo de la luz pagado por las familias y por las compañías españolas. No hay un mercado libre eléctrico en España que se aleja a marchas forzadas de cualquier parecido con él. Se esta transitando de un modelo oligopolístico, protegido por el Estado, a uno con crecientes rasgos de planificación central.

Es pues la intervención estatal la causante de la carestía de la electricidad en España. El recibo de la luz está inflado por costes que no tienen nada que ver con la producción de aquella. Absorbe los de distribución y de transporte de las firmas eléctricas, los famosos peajes, cuya cuantía es absolutamente injustificable tal y como señaló la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia hace año y medio. Y, hasta ayer, recogía también el pago por la instalación de tecnologías inmaduras como la energía solar. Entre 2008 y 2010 se desarrollaron miles de proyectos fotovoltaicos a los que pagaremos durante 25 años precios superiores a los 400 euros/MWh.

La electricidad en España soporta también una fiscalidad excesiva, superior a la existente en la media de la UE y de la Zona Euro. Frente a un IVA promedio del 18% en ambas áreas, el vigente en la Vieja Piel de Toro es del 21% al que hay que añadir un impuesto especial sobre la electricidad del 5% cuya existencia nadie entiende existiendo el IVA y las tasas municipales que suponen un 1,5% adicional. Esto se traduce en una carga tributaria efectiva del 27,5%. Todos los países del Sur de Europa y los anglosajones tienen una imposición menor. En términos absolutos, España está entre los cinco países con mayor tributación sobre la energía eléctrica de la UE-28.

El Gobierno tiene en su mano reducir la factura de la luz pagada por los sufridos usuarios y compañías patrias. Basta rebajar los peajes y los impuestos que recaen sobre la electricidad. La tesis según la cual la Comisión Europea no permite hacer eso es tan cierta como lo fue su prohibición de bajar el IVA sobre las mascarillas.

¿Por qué no lo hace? La respuesta es sencilla. Por un lado, necesita ingresos para financiar sus insaciables programas de gasto público; por otro, para transferir rentas al margen del mercado a las eléctricas que, de este modo obtienen pingües beneficios a cambio de apoyar el plan de transición energética y cambio climático impulsado por el Gabinete social-podemita. Como siempre los perdedores son los consumidores y las empresas que se juegan a diario su supervivencia en el mercado.