En un tiempo dominado por la obsesión con la visibilidad, donde millones se lanzan a la carrera por unos segundos de viralidad, resulta casi irónico que se siga glorificando un modelo que, con la evidencia científica ahora ya en la mano, puede ser letal. Ya no se trata únicamente de una metáfora dramática o de un pensamiento personal. Un reciente análisis sobre la vida -y muerte- de cantantes famosos de Europa y Estados Unidos expone una verdad que la industria musical ha preferido ignorar durante décadas. Alcanzar la cima no solo desgasta: también te puede acortar la vida.

El estudio ha sido dirigido por el psicólogo Michael Dufner. Y documenta una realidad incómoda: los cantantes célebres mueren, en promedio, casi cinco años antes que quienes nunca fueron expuestos a la maquinaria de la fama. Lo alarmante es que este riesgo no parece derivar únicamente de excesos personales -la explicación cómoda y repetida- sino de un fenómeno más profundo y estructural: la fama actúa como un factor de riesgo por sí misma.

La lista de muertes prematuras no es casual ni anecdótica; es el síntoma reiterado de un sistema que sacrifica vidas para alimentar su propio mito. Amy Winehouse, Whitney Houston, Prince, George Michael, Kurt Cobain: la cultura popular los convirtió en íconos, pero rara vez cuestionó las condiciones que los llevaron al colapso. Y cada vez que un caso se vuelve mediático, el espectáculo se repite: shock, homenajes y -sobre todo- ninguna reforma real.

El análisis también evidencia una diferencia que la industria rara vez admite. Los cantantes solistas, acostumbrados a cargar individualmente con toda la presión pública, presentan un riesgo mucho mayor que los vocalistas de bandas. Es un indicio de que la fama, cuando se experimenta en soledad, es particularmente corrosiva. La narrativa romántica del artista solitario se sostiene, al parecer, a costa de su salud.

Los datos del estudio son contundentes. Entre 324 vocalistas activos entre 1950 y 1990, los famosos vivieron menos y murieron más. Un solista tiene un riesgo 33% mayor de morir prematuramente respecto a un músico menos célebre. Los miembros de bandas, aun con sus propios desafíos, tuvieron un 26% menos de riesgo que quienes enfrentaron el escenario en soledad. Sin embargo, la industria continúa promoviendo modelos de exposición extrema sin el menor análisis de consecuencias.

Las causas son conocidas pero sistemáticamente minimizadas: escrutinio permanente, pérdida total de privacidad, presiones laborales desmedidas, acceso ilimitado a sustancias y un aislamiento emocional que contradice por completo la idea de una vida “glamurosa”. A esto se suman factores previos -traumas, vulnerabilidad psicológica, inestabilidad temprana- que la industria aprovecha sin ofrecer protección adecuada.

En el panorama actual, las condiciones no han mejorado; han empeorado. Las redes sociales amplifican la exposición hasta niveles inhumanos. La industria exige presencia constante, interacción constante, rendimiento constante. La fama ya no se limita al escenario, sino que invade cada aspecto de la vida del artista. La fama no solo aísla: deshumaniza.

La pregunta, entonces, es inevitable: ¿cómo se sostiene un sistema que conoce sus efectos destructivos y aun así continúa operando sin correcciones? ¿Cuántas vidas deben servir de advertencia para que la industria musical se responsabilice por los daños que produce?

Freddie Mercury y los Queen lanzaron a la posteridad aquella frase atribuida originalmente a Charles Aznavour de que “el show debe continuar”. Y ha servido durante años como excusa para ignorar el sufrimiento detrás del espectáculo. Pero ya no alcanza. La evidencia científica exige un replanteamiento profundo. No se trata de renunciar al arte ni a los escenarios, sino de desmantelar una estructura que convierte la vulnerabilidad en negocio y la fama en una sentencia.

A Aznavour, fallecido en 2018, se le intentó derribar en vida por ser bajito y feo. Tampoco la belleza era el mejor de los dones de Mercury. Ambos fueron genios. En ambos se percibía la elegancia. En el francés, dicen, un romanticismo agonizante. En el frontman de Queen, la irreverencia. Los dos fueron capaces de enterrar a quienes les insultaron y vejaron durante los años en que caminaban firmes hacia la cima de la fama.

Ni a uno ni a otro les hizo falta el canonicismo para alcanzar el top de la genialidad y de la fama popular. Pero ambos fueron también víctimas de la toxicidad de la fama. Como tantos otros, en la música o en el deporte, que en los últimos tiempos decidieron darse un tiempo para digerir lo que les vino encima. Desde Michael Phelps a Simone Biles, pasando por Ricky Rubio, Pablo Alborán o Dani Martín.

Atendamos a esa luz de alarma que ahora la ciencia muestra con datos. Aunque resulte difícil de parar esa manera de entender la fama. Hagámoslo antes de seguir celebrando con aplausos lo que, en demasiados casos, termina escribiéndose como una tragedia anunciada. En la música, la lista sería larguísima. También en el deporte, donde muchos se quedaron por el camino. Algunos fueron genios, como el ‘Chava’ Jiménez. Otros como Yago Lamela, se fueron entre chispazos de esa genialidad.