Vivimos en una sociedad hiperconectada, acelerada y saturada de estímulos digitales. Una sociedad en la que la infancia y la adolescencia están expuestas, desde edades cada vez más tempranas, a pantallas, redes sociales, videojuegos y todo tipo de contenidos que antes quedaban reservados al mundo adulto.
Y en este contexto, la pregunta clave ya no es si los menores deben o no utilizar la tecnología, sino cómo podemos acompañarlos para que desarrollen una relación saludable, crítica y equilibrada con el entorno digital. Porque, como toda herramienta poderosa, lo digital educa o deseduca, conecta o aísla, protege o vulnera, dependiendo del uso que hagamos de ello.
Durante años, la estrategia más común en los hogares ha sido la del control: limitar el tiempo, bloquear contenidos o evitar ciertos dispositivos. Y aunque estos mecanismos siguen siendo necesarios -sobre todo en las primeras etapas de la infancia-, cada vez resulta más evidente que no podemos reducir la educación digital al uso de controles parentales o filtros automáticos.
Los estudios recientes del proyecto EU Kids Online (2020) muestran que las formas más eficaces de proteger a los menores en internet no son las que restringen el acceso, sino las que fomentan el diálogo, la confianza y la mediación activa. De hecho, los adolescentes que reciben acompañamiento educativo en el uso de pantallas son más capaces de identificar riesgos, pedir ayuda y tomar decisiones informadas.
Es decir, el reto no está en vigilar desde fuera, sino en educar desde dentro. Ayudarles a entender el mundo digital, a leerlo con espíritu crítico y a desenvolverse en él con seguridad y autonomía.
Cuando hablamos de alfabetización digital no nos referimos sólo a saber manejar una aplicación, navegar por internet o descargar contenidos. Hablamos de una competencia que, según el Marco Europeo de Competencia Digital (DigComp), abarca varias dimensiones: la gestión de la información digital , la comunicación segura en entornos online, la creación de contenidos propios y éticos, la protección de la privacidad y la resolución de problemas digitales.
Por tanto, ser competente digitalmente es hoy una parte fundamental de la ciudadanía. Y nuestros hijos deben adquirir esas habilidades desde etapas tempranas, con el acompañamiento de adultos referentes.
Uno de los riesgos más serios de la actual digitalización es el de la desigualdad. No todos los hogares cuentan con las mismas herramientas, conocimientos o apoyos para educar en lo digital. De hecho, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE, 2022), un 10% de los menores en España no dispone de un dispositivo propio para estudiar o acceder a internet en casa.
Pero la brecha no es solo de acceso. Es también una brecha de acompañamiento, de formación y de tiempo disponible para mediar en el uso de la tecnología. Y esta realidad afecta especialmente a los hogares más vulnerables, donde los riesgos del entorno digital se amplifican.
Por eso, las políticas públicas deben dejar de centrarse sólo en repartir dispositivos o fomentar competencias técnicas y comenzar a dotar de recursos a las familias para que puedan ejercer una mediación real, cercana y formativa. Porque, si no, la digitalización acabará reproduciendo -y profundizando- las mismas desigualdades sociales que pretendemos reducir.
Una de las preocupaciones más frecuentes en las familias es el impacto del uso de pantallas en la salud emocional y social de sus hijos. Y con razón. En los últimos años, diversos estudios -como el informe Health Behaviour in School-aged Children (OMS, 2021)- han alertado de la correlación entre el uso excesivo de dispositivos y el aumento de síntomas como ansiedad, alteraciones del sueño o aislamiento social.
Sin embargo, los expertos coinciden en que no se trata tanto de demonizar la tecnología como de trabajar en su uso equilibrado, supervisado y con sentido. El problema no es la pantalla, sino el tiempo excesivo, la falta de normas, el contenido no adecuado o la ausencia de adultos que guíen y escuchen.
Aquí, el concepto de bienestar digital cobra todo su sentido: se trata de enseñar a nuestros hijos a integrar la tecnología en su vida sin que se convierta en el centro de ella; a no depender de la conexión constante para sentirse bien; a convivir con lo digital sin renunciar a la vida real.
Las tres grandes puertas de entrada al mundo digital en la infancia suelen ser los videojuegos, las redes sociales y el primer móvil, cada una con sus particularidades, riesgos y oportunidades.
Los videojuegos, cuando están bien seleccionados y acompañados, pueden ser una herramienta excelente para el desarrollo cognitivo y emocional. Juegos como Minecraft o Animal Crossing, por ejemplo, estimulan la creatividad, el trabajo en equipo y la planificación. La clave está en elegir juegos adecuados a la edad, controlar el tiempo de uso y participar en la experiencia de forma activa, como señalan las guías de entidades como Common Sense Media o IS4K.
En cuanto a las redes sociales, la cuestión más crítica es la edad de acceso. Aunque plataformas como Instagram o TikTok fijan los 13 años como edad mínima, la realidad es que muchos niños acceden mucho antes, sin madurez ni preparación. Por eso, más allá de la norma, lo importante es crear condiciones para un acceso progresivo, con supervisión, formación en privacidad y entrenamiento en pensamiento crítico.
Respecto al móvil, lo más relevante no es el dispositivo, sino el momento en que se entrega, que debe ir acompañado de un contrato educativo: para qué se usa, cuándo no, qué normas lo regulan y qué pasa si no se cumplen. El móvil no es un regalo, sino una responsabilidad compartida.
Los controles parentales son una herramienta útil, especialmente en las primeras etapas, pero nunca pueden sustituir a la presencia adulta ni a la educación. El riesgo, si confiamos únicamente en ellos, es que los menores no comprendan por qué se aplican ciertos límites ni aprendan a tomar decisiones responsables cuando no haya un filtro de por medio.
Como recoge el informe de la Fundación Anar, sobre menores y tecnología, los adolescentes que han crecido en entornos con diálogo, acompañamiento y normas consensuadas presentan menos conflictos digitales y más capacidad para pedir ayuda ante situaciones de riesgo.
Acompañar a nuestros hijos en su alfabetización digital es, ante todo, una cuestión de presencia, conversación y ejemplo. Estar presentes no significa invadir, sino estar disponibles. Conversar no es dar lecciones, sino escuchar y dialogar. Y ser ejemplo implica reflexionar también sobre nuestro propio uso de la tecnología.
Porque los niños no aprenden lo que decimos, sino lo que hacemos. Si queremos que no dependan del móvil, debemos demostrar que nosotros también sabemos desconectarnos. Si queremos que naveguen con criterio, debemos enseñarles a contrastar. Si queremos que acudan a nosotros cuando algo les incomode, debemos cultivar un clima de confianza y escucha.
La verdadera alfabetización digital no se enseña solo en las aulas ni se regula con filtros. Se construye en casa, con tiempo, con paciencia y con afecto. Y para ello, las familias necesitan recursos, formación y acompañamiento. Porque educar en lo digital no es un reto individual, sino un desafío colectivo.
Y, como en todo proceso educativo, lo más transformador no está en el control, sino en la relación.