Alberto Ruano, director general de Lenovo Iberia. Lenovo
En el debate sobre la competitividad empresarial solemos hablar de talento, innovación o estrategia. Es verdad que son conceptos muy relevantes, pero también resultan atractivos, accesibles a todo el mundo y fáciles de citar en cualquier contexto.
Quizá por eso, con frecuencia nos olvidamos de un elemento que rara vez ocupa portadas y que, paradójicamente, sostiene todo lo demás: la infraestructura tecnológica. Al fin y al cabo, cuando todo funciona, nadie piensa en la infraestructura… Pero cuando falla, se convierte en el único tema de conversación.
Cuando digo infraestructura, no hablo solo de grandes servidores en un centro de datos, sino de todo el recorrido: desde los ordenadores que muchas personas utilizan para realizar su trabajo diario hasta los servidores en los centros de datos. Sin ese sistema completo, el talento se frustra, la innovación se ralentiza y la estrategia se queda en papel mojado.
Y es que, hoy en día es innegable que la economía se basa en los datos y en la capacidad de convertirlos en decisiones útiles, y eso solo es posible si la información fluye sin fricciones desde el núcleo hasta el final del recorrido.
El Marenostrum, que es el superordenador más potente de España, y el más bonito del mundo, es como un cerebro gigante capaz de hacer millones de cálculos por segundo. Gracias a él se pueden anticipar tormentas, diseñar tratamientos médicos a medida o entrenar inteligencias artificiales que mañana usarán nuestras empresas.
Muchas de las innovaciones que lo hacen tan potente -como el sistema de refrigeración líquida Neptune, que funciona como el radiador de un coche y que ahorra un 40% de electricidad y agua- ya están en servidores que cualquier empresa puede tener en su sala de informática. Y ahí está la lección: la tecnología que hoy mueve la ciencia más avanzada ya está al alcance de cualquiera pero solo para quien tenga la visión de adoptarla.
También existe otro factor que se ha convertido en la moneda de cambio de la competitividad: la velocidad. Hoy en día, la diferencia entre liderar o convertirse en un seguidor está, en parte, en la rapidez con la que una organización convierte esos datos en decisiones útiles.
En este sentido, la infraestructura también juega un papel determinante. Un sistema capaz de analizar millones de variables en segundos puede anticipar una rotura de stock, optimizar rutas logísticas o detectar un fraude antes de que ocurra. Y esa capacidad, que antes estaba reservada a gigantes tecnológicos, hoy está al alcance de empresas de cualquier tamaño siempre que apuesten por ella.
Se entiende bien con un ejemplo con el que todo el mundo está más o menos familiarizado: la Fórmula 1. No son los equipos los que recogen la información de los monoplazas, sino que es la propia F1 quien recopila y gestiona la información de todos los coches.
Estamos hablando de que se generan más de 500 terabytes de información en cada fin de semana de carreras y se envían a los equipos correspondientes para que puedan tomar decisiones a tiempo real. El fin de semana de un Gran Premio se procesan los datos a una escala y velocidad que rivaliza con algunos proyectos aeroespaciales, y toda esta tecnología tiene que estar protegida con estrictas medidas de ciberseguridad.
Y es que la infraestructura tecnológica que rodea a este deporte implica portátiles, monitores, tabletas y smartphones, pero también infraestructura blindada gracias a una combinación de expertos en seguridad, software avanzado y tecnología robusta. Todo este sistema evita fallos en la seguridad que podrían comprometer tanto la retransmisión del evento como una cantidad inmensa de datos confidenciales de todas las partes implicadas en este deporte.
Este ejemplo -y se pueden dar muchos otros- muestra que la infraestructura tecnológica no es solo un soporte que está en un sótano o en la nube: es un sistema vivo que conecta el núcleo con el extremo, el centro de datos con el último dispositivo que usa una persona para trabajar, como un portátil o un móvil corporativo, y que permite que la información se convierta en acción, valor y ventaja competitiva.
A esta ecuación se suma un factor ineludible: la sostenibilidad. En pocos años, la pregunta ya no será (solamente) cuánto cuesta un servidor, sino cuánta energía consume y qué vida útil tiene. Los centros de datos consumen altos niveles de energía (se estima que pueden llegar hasta 450-650 TWh en 2026), y su huella de carbono es un desafío creciente del que la industria es muy consciente. Eso, por no hablar de los niveles de consumo de agua, un tema también muy debatido recientemente.
La buena noticia es que la innovación también está impactando en esta área: servidores más eficientes, refrigeración líquida de alta eficiencia para reducir el consumo de agua y energía, reutilización del calor residual en el agua, y dispositivos fabricados con materiales reciclados y diseñados para durar más. La competitividad del futuro no se medirá solo en velocidad o capacidad, sino también en responsabilidad.
En definitiva, el mayor enemigo de la competitividad no es la falta de tecnología, sino la falsa sensación de que lo que tenemos es suficiente. Ha quedado demostrado que las empresas que invierten de forma estratégica en su infraestructura tecnológica no solo resisten mejor las crisis, sino que salen reforzadas. La infraestructura es como el sistema circulatorio de una organización: invisible cuando funciona, pero vital para que todo lo demás ocurra.
No es un gasto, es una inversión en resiliencia, innovación y crecimiento. Y el reto para los próximos años es continuar aumentando la inteligencia y la capacidad de nuestras infraestructuras, y hacerlo de forma sostenible. Las herramientas ya existen. La pregunta es si estamos dispuestos a ver la infraestructura no como un soporte, sino como el motor que decide nuestro futuro.
***Alberto Ruano es el director general de Lenovo Iberia