Hace unas semanas describía en esta columna el inquietante vericueto financiero que sostiene la actual fiebre de la inteligencia artificial: un ciclo circular de inversiones entre proveedores y clientes que sobrevaloran los ingresos reales del sector y que recuerdan tanto a la burbuja ‘dotcom’ como a la ingeniería contable de finales de los 90.
Empero, ese es sólo uno de los pilares que dan forma al colosal castillo de naipes sobre el que se asienta la revolución digital contemporánea. El otro, quizá aún más frágil, es la propia cadena global de suministro de semiconductores que subyace a la propia inteligencia artificial, un ecosistema tan improbable que basta con retirar una sola pieza para que todo el sistema colapse.
La explicación es conocida entre expertos, pero rara vez se verbaliza en toda su crudeza: el 90% de los chips más avanzados del planeta salen de una única empresa asentada en una isla de apenas 23 millones de habitantes. Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), fundada en 1987 por Morris Chang, es hoy el eje sobre el que gravita el futuro de la computación. Su dominio en nodos avanzados (de 5nm hacia abajo) es absoluto. Sin TSMC, no habría chips para entrenar modelos de IA, ni centros de datos capaces de sostener la carga energética que alimenta ChatGPT, ni móviles, ni coches eléctricos. Ni prácticamente nada.
Pero TSMC es sólo la primera pieza de este dominó tan particular. Su hegemonía tecnológica no existiría sin las máquinas de litografía ultravioleta extrema (EUV) que fabrica ASML, una empresa neerlandesa cuya historia es una anomalía en sí misma: surgida en 1984 como una ‘spin-off’ de Philips, hoy es indispensable para la continuidad de la Ley de Moore. Ningún otro fabricante en el planeta es capaz de producir estos sistemas cuyo precio supera los 350 millones de dólares por unidad.
Y, sin embargo, ASML tampoco es autosuficiente. Depende, a su vez, de un proveedor aún más singular: Carl Zeiss SMT, la única compañía del mundo capaz de producir los espejos ópticos con precisión nanométrica necesarios para que los equipos EUV funcionen. Hablamos de auténticas obras maestras de ingeniería que requieren pulidos a escala atómica, que tardan un año en fabricarse y que sólo se producen en Alemania bajo controles que rozan la obsesión científica.
La cadena continúa, por si habían pensado que la interdependencia acababa aquí. El láser que genera la fuente de luz de las máquinas EUV proviene de Cymer, una empresa con sede en San Diego y propiedad, desde 2013, de la propia ASML. Sin esa fuente de luz -un plasma generado a partir de diminutas gotas de estaño- no podríamos fabricar ni un sólo chip en ningún lugar del mundo.
Tampoco existiría la industria sin los fotoresists de alta pureza desarrollados por firmas japonesas como JSR, Shin-Etsu Chemical o Tokyo Ohka Kogyo, que controlan de forma férrea buena parte del mercado mundial. Japón, cuyo liderazgo en la química avanzada es menos mediático, sostiene de forma casi exclusiva los procesos de impresión de cada transistor.
Y llegamos, quizá, al símbolo máximo de la fragilidad sistémica: Spruce Pine (Carolina del Norte), el pequeño pueblo estadounidense donde se encuentra el yacimiento de cuarzo más puro del mundo. De allí salen los materiales que permiten producir las obleas de silicio de calidad suficiente para fabricar chips de última generación. No existe otro depósito en el planeta con esa pureza. Un óbice geológico que ahora representa como ninguno la interdependencia global.
La lista en este campo es mucho mayor, e igualmente preocupante: los gases nobles como el neón, esenciales para la litografía, procedían tradicionalmente de Ucrania (antes de la guerra, éste producía alrededor del 50% del neón purificado del mundo) y de empresas japonesas especializadas en ultrapurificación. El fluoruro de hidrógeno, indispensable para el grabado de obleas, también depende en buena parte de Japón y Corea. Los metales raros y tierras críticas (cobalto, cobre de alta pureza, disprosio o neodimio) se extraen y refinan en países como el Congo, Chile o China, donde la concentración de la cadena es tan vertical que provoca tensiones geopolíticas recurrentes.
Para muchos lectores, los semiconductores son cosa de empresas como Nvidia, AMD, Qualcomm, Apple o Broadcom. Todas ellas diseñan, pero normalmente no fabrican sus chips. Y, en cualquier caso, para esos diseños también dependen de herramientas de software (EDA) igualmente monopolísticas, como las de Synopsys, Cadence o Siemens EDA. Sin esos programas -cuyo desarrollo lleva décadas- ninguna soberanía tecnológica es más que un titular político.
Así que, para que la rueda de la inteligencia artificial siga girando, necesitamos (y dependemos) de que un sinfín de elementos de una frágil cadena no sufran alteración alguna. Necesitamos que OpenAI y sus competidores no fracasen ni incumplan sus compromisos de inversión, que TSMC no sufra un parón -ya sea por un terremoto o por una guerra-, que Zeiss siga manteniendo su vertiginoso ritmo de producción, que la industria química de Japón funcione con precisión, que las minas de Spruce Pine no colapsen, que Ucrania no sufra más daños a su industria de gases nobles, que no haya bloqueos a las escasas herramientas EDA...
Del castillo de naipes financiero que representan los grandes anuncios del sector, llegamos aquí a una circularidad material donde cada pieza de la cadena de valor depende de otra. Es un palimpsesto industrial que no admite margen de error. Y, como ocurre con los castillos de naipes, basta con que una sola carta se doble para que el conjunto entero se precipite hacia la nada.