En muchas empresas, innovar se ha convertido en una carrera de Powe rPoints. Se exigen business cases detallados con retornos precisos sobre futuros inciertos, como si la creatividad pudiera someterse a auditoría. El resultado es una paradoja: las organizaciones dicen querer explorar lo desconocido, pero les piden a sus innovadores que lo cuantifiquen por adelantado.
En la práctica, esto no solo frena la experimentación, sino que erosiona la confianza en la intuición, esa forma de conocimiento que permite ver antes de medir. El nuevo estudio de Nils Olaya Fonstad, Martin Mocker y Jukka Salonen, publicado el 6 de octubre de 2025 en Harvard Business Review, pone el dedo en la llaga: muchas compañías están pausando su innovación digital por miedo al desperdicio, justo cuando el entorno demanda lo contrario.
El trabajo, realizado desde el MIT CISR con empresas como Repsol, BBVA y Munich Re, propone tres hábitos para innovar sin malgastar recursos: financiar de forma incremental en lugar de con grandes planes cerrados, compartir recursos en lugar de aislar equipos y detener a tiempo los proyectos que no aportan valor. Tres reglas simples que en realidad plantean algo más profundo: cómo innovar con sentido, sin caer en la ilusión de control que confunde gestión con propósito.
En la raíz de ese dilema late una tensión que define nuestra época. Por un lado, el deseo de eficiencia que nos empuja a automatizar, medir, protocolizar cada decisión. Por otro, la necesidad de visión, de un propósito que oriente la energía creativa hacia algo que trascienda el corto plazo.
La obsesión por la productividad ha llevado a muchas organizaciones a confundir el éxito con la acumulación de proyectos, métricas o software. Pero el verdadero motor de la innovación sigue siendo humano: la intuición como brújula y el propósito como faro. Sin ellos, las empresas se convierten en sistemas que producen sin dirección, capaces de optimizar lo trivial mientras descuidan lo esencial.
Las conclusiones del MIT encajan con una verdad más amplia: no basta con hacer más cosas, hay que saber por qué y para quién se hacen. Empresas como Repsol, que aplica un proceso por etapas o “stage-gate” para decidir qué proyectos escalar, o BBVA, que reevalúa cada trimestre más de dos mil iniciativas, demuestran que innovar sin despilfarrar no significa ser más rígido, sino más consciente.
La eficiencia no surge de controlar a las personas, sino de liberar su energía hacia propósitos comunes. Esa forma de innovación disciplinada y orgánica recuerda lo que Satya Nadella ha intentado construir en Microsoft desde su llegada al cargo: un growth mindset colectivo donde la tecnología no sustituye a las personas, sino que amplía su capacidad de crear.
Nadella no habla de optimizar líneas de código, sino de cultivar empatía organizacional, de hacer de la curiosidad una ventaja competitiva. En su caso, la innovación empieza con una pregunta interior: “¿Por qué hacemos esto?”. Una pregunta que debería resonar en cualquier comité de dirección.
Si miramos a quienes están redefiniendo la frontera entre intuición y tecnología, encontramos patrones similares. Demis Hassabis, fundador de DeepMind, no se limita a entrenar máquinas; intenta comprender cómo emerge la intuición humana a partir de la experiencia.
Con AlphaGo vimos un estilo de juego creativo y no convencional que muchos describieron como “improbable” desde la óptica humana tradicional. El punto crucial no es la proeza técnica, sino la colaboración entre intuiciones: la del sistema que explora patrones y la del humano que decide qué merece la pena explorar después.
De manera distinta, Jensen Huang, fundador de NVIDIA, ha anticipado movimientos tectónicos de la tecnología con una mezcla de intuición de ingeniero y visión de ecosistemas: ha sostenido que la barrera de entrada de la programación cae cuando hablar con la IA permite a cualquiera programar intenciones, acelerando la adopción. La intuición aquí es sistémica: no se trata de un algoritmo concreto, sino de leer el cambio de interfaz entre humanos y máquinas.
El propósito, sin embargo, no es un concepto abstracto. Es una decisión práctica que guía el uso de los recursos y el sentido del trabajo. Patagonia, con Ryan Gellert al frente, ha operativizado la decisión anunciada en 2022 por Yvon Chouinard de convertir a la Tierra en su “único accionista”; no hay business case más claro que ese.
La empresa no mide la innovación solo por sus beneficios trimestrales, sino por su capacidad para restaurar ecosistemas, reducir residuos y educar consumidores. Es una visión radical en el mejor sentido: regresa a la raíz de lo que significa innovar —crear algo que mejore la vida— y demuestra que el propósito no está reñido con la rentabilidad. De hecho, la genera.
Algo similar ocurre con Yancey Strickler, cofundador de Kickstarter y creador del concepto de Bentoism, una filosofía de decisión que invita a pensar más allá del “yo, aquí y ahora” para incluir el “nosotros, allí y mañana”.
Strickler sostiene que la innovación se ha vuelto miope, atrapada en horizontes trimestrales, y propone recuperar la imaginación financiera: invertir no solo en lo que da retorno inmediato, sino en lo que amplía nuestras posibilidades futuras. Es una llamada a recuperar la intuición moral que precede a la lógica económica.
En el fondo, no es muy distinta a la que inspiraba a pensadores como María Zambrano, quien veía en la intuición “una forma de conocimiento que se adelanta a la razón, porque nace de la vida misma”. Innovar sin esa sensibilidad es reducir el futuro a una hoja de cálculo.
Esa misma búsqueda de equilibrio entre razón y sensibilidad atraviesa el trabajo de Reid Hoffman, fundador de LinkedIn, que defiende una mezcla de intuición y validación empírica al tomar decisiones estratégicas. Hoffman reconoce que la IA puede ayudarnos a pensar mejor, pero solo si mantenemos la última palabra sobre el sentido.
Del otro lado del espectro, Anne-Laure Le Cunff, fundadora de Ness Labs, impulsa la mindful productivity: aprender a trabajar sin desconectarse de uno mismo. Sus investigaciones y divulgación sobre neurociencia y bienestar cognitivo muestran que la productividad no nace del exceso de tareas, sino del espacio mental para discernir qué merece nuestra atención. En ambos casos, la innovación no se mide por velocidad, sino por lucidez.
En el terreno del diseño, Tim Brown, presidente emérito de IDEO, ha impulsado una lectura del diseño que pone el sensemaking en el centro: dar sentido a la complejidad antes de intentar resolverla. En su visión, las organizaciones no necesitan más ideas, sino más claridad.
La intuición -dice- no es un lujo poético, sino una herramienta estratégica para navegar la ambigüedad. Esa misma idea la defendía el físico David Bohm, para quien el pensamiento fragmentado es el origen del caos moderno. Solo un pensamiento integrador y atento puede generar verdadera innovación. De algún modo, Bohm y Brown están hablando del mismo proceso: la capacidad de percibir patrones invisibles y traducirlos en acción significativa.
El estudio del MIT propone tres prácticas para innovar sin desperdicio, pero quizá el aprendizaje más profundo sea otro: no se trata solo de reducir costes, sino de elevar la consciencia con la que innovamos. Una organización que gasta menos, pero sigue actuando sin propósito, no ha ganado eficiencia, ha perdido alma.
En cambio, cuando el propósito se convierte en criterio, cada decisión -desde la asignación de presupuesto hasta el diseño de un algoritmo- refleja una dirección interior. La intuición y el propósito, lejos de ser opuestos a la razón, son sus aliados más poderosos. Nos permiten detectar el valor antes de que los datos lo confirmen. Y en un mundo saturado de métricas, esa capacidad de sentir el sentido se convierte en el verdadero recurso escaso.
Quizá la innovación del futuro no consista en crear más plataformas ni en acumular inversiones, sino en aprender a discernir. En saber detener proyectos que no aportan significado, como recomienda el MIT, y en reorientar la energía hacia lo que sí lo tiene. En reconocer que la intuición no es una superstición premoderna, sino una inteligencia que nos recuerda hacia dónde merece la pena mirar cuando el mapa todavía no existe. En definitiva, innovar con propósito no es gastar menos, sino imaginar mejor.
Si algo nos enseña este momento histórico es que la eficiencia sin dirección se convierte en ruido, y que el propósito sin intuición se vuelve dogma. Entre ambos extremos, la verdadera innovación surge como un acto de lucidez: ver más allá de lo que los números muestran, escuchar lo que el futuro murmura antes de que sea evidente.
Porque ninguna hoja de Excel puede reemplazar esa chispa interior que, desde tiempos de Hildegarda de Bingen hasta los laboratorios de DeepMind, sigue siendo el origen de todo descubrimiento.
***Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.