Unai Obieta.
Una profesora cambia los deberes: pide a sus alumnos enseñar sus "trucos" con IA. En vez de trampas, encuentra curiosidad y nuevas formas de aprender.
La profe les pidió entregar el prompt junto al ensayo. La clase aprendió más discutiendo sus preguntas que corrigiendo comas.
Una mañana en un aula de secundaria, los alumnos se miran desconcertados. En los pupitres hay cuadernos abiertos y móviles; la profesora ha permitido sacar el móvil en clase. La profesora avanza entre susurros nerviosos. "¿De verdad tenemos que confesar lo que le pedimos al chat?", susurra un chico. A su lado, una compañera asiente, aliviada. La escena es atípica pero reveladora: la docente ha convertido una trampa potencial en debate abierto, poniendo las cartas sobre la mesa.
En este pequeño experimento se resume un dilema mayor. El atajo tentador de la IA puede matar la curiosidad o multiplicarla, según cómo reaccionemos en la escuela. La clave está en cambiar la forma de evaluar: menos copia, más proyecto, más conversación. La irrupción de herramientas como ChatGPT nos obliga a replantearnos qué valoramos al aprender. Está en juego qué se premiará en adelante: la respuesta fácil o la pregunta bien hecha. En pleno debate sobre prohibir o aprovechar la IA en las aulas, esta profesora señala una salida: no luchar contra la tecnología, sino enseñar a aprender con ella.
La IA ya hace los deberes. Muchos estudiantes descubrieron que con solo teclear una pregunta en el chat obtenían tareas resueltas en segundos. Al ver tareas calcadas, hubo quien bloqueó el acceso y volvió al examen en papel para evitar trampas, pero quien quiso la usó a escondidas. De ahí que ahora se hable de integrar la Inteligencia Artificial con ética en lugar de intentar ocultarla.
¿Qué competencias enseñamos (y medimos) ahora?
Nico sacó notable en un informe sin apenas leer el libro: “El chat me lo hizo en un rato, con citas y todo”, admite. Historias así evidencian que seguimos premiando memoria y copia por encima de la reflexión: justo lo que una IA resuelve en un suspiro. Si evaluamos solo lo repetitivo, la máquina gana y la curiosidad pierde.
Muchos docentes piden cambiar de chip: priorizar habilidades sobre datos. Hablamos de pensamiento crítico, creatividad, aprender a aprender, trabajo en equipo… Mejor preguntar por qué ocurrió algo que exigir la fecha exacta en que pasó. Mejor evaluar un proceso completo (búsqueda, borradores, correcciones) que solo el resultado impecable (que bien pudo generarlo una Inteligencia Artificial). Cuando la tarea implica análisis personal o aplicación práctica, ChatGPT deja de ser un atajo mágico para quedar como simple apoyo.
¿Cómo se integra la IA sin ocultarla?
Isabel, profesora de Lengua, decidió invitar a su clase a usar ChatGPT abiertamente en un trabajo, en vez de prohibirlo. Pidió a sus alumnos incluir el prompt y la respuesta del chat junto a su ensayo, y luego debatieron en clase esas respuestas. Aquel día hubo conversación en vez de silencio tenso, y una alumna reconoció: “Nunca habíamos aprendido tanto hablando de cómo preguntar”. La IA dejó de ser una chuleta y se convirtió en un espejo: la calidad de la respuesta dependía de la calidad de la pregunta (Ya lo decía Sócrates en el siglo V a.C.).
Usar la IA sin ocultarla requiere transparencia y guía. Algunos centros ya piden declarar su uso en las tareas, no para castigar sino para conocer el proceso real. Un alumno puede apoyarse en ChatGPT para idear un esquema, pero luego debe contrastarlo con fuentes reales y citar lo necesario, con la orientación del docente. Así, la máquina se convierte en una herramienta más del aprendizaje (como Wikipedia), no en un atajo escondido. Con esta apertura, curiosamente, baja la trampa y sube la curiosidad. En resumen, es enseñar con la tecnología, no contra ella.
¿Qué hacemos con la brecha de acceso?
Sofía, 13 años, tardó semanas en probar ChatGPT porque en su casa no hay buen internet ni ordenador. “Pensé que eso de la IA era solo para gente con ordenador”, reconoce. La brecha digital es real: mientras unos manejan estas herramientas a diario, otros ni pueden acceder. Muchas familias, a su vez, las ven con recelo. Si no cuidamos esa desigualdad, la revolución de la IA podría agrandar la brecha educativa.
Para cerrar esa brecha, hace falta creatividad. Por un lado, abrir la sala de informática por las tardes para quien no tenga internet, e incluir alguna actividad guiada con IA en clase, de modo que nadie se quede atrás. Por otro, ofrecer alternativas low-tech: si un alumno no puede usar la IA en casa, al menos que entregue sus preguntas por escrito y las resuelva con ayuda en clase. Además, las AMPAs (asociaciones de madres y padres) pueden organizar charlas para explicar qué es ChatGPT, qué puede y qué no, y cómo acompañar a los hijos en este nuevo escenario.
Contrapunto: temores y nuevas reglas
Es normal tener miedo: que los alumnos no se esfuercen, o que se atrofien destrezas básicas. Pero la solución no es volver al pasado, sino rediseñar la evaluación. Si copiar es fácil, hagamos que copiar no baste: adjuntar a cada trabajo una breve defensa oral en la que el alumno explique cómo lo hizo y qué aprendió (incluyendo si usó IA), y calificar el proceso más que el resultado, usando rúbricas que premien los borradores, las ideas originales y las mejoras, evaluando así la reflexión más que el producto final. En vez de perseguir fantasmas con detectores de texto, mejor plantear tareas donde la trampa no valga la pena. La IA puede ser como ruedines de bicicleta: un apoyo, pero quien tiene que pedalear es el alumno.
Mirando adelante: del dicho al hecho
¿Qué se puede hacer ya? Mañana mismo, cualquier centro puede empezar con algo sencillo: hablar del tema en el claustro para acordar un uso responsable de la IA (ni vetarla ni barra libre). También se puede probar un proyecto piloto en el aula: permitir que una tarea se haga con ayuda de ChatGPT bajo supervisión, y luego reflexionar con los alumnos sobre qué aportó la máquina y qué es cosecha propia. Involucrar a las familias con talleres para que padres y madres entiendan esta tecnología, pierdan el miedo.
Al sonar el timbre tras aquella clase, los alumnos no salieron hablando de la nota, sino de las próximas preguntas que le harían al chat. Uno se acercó a la profesora y le dijo: "Profe, ya tengo otro prompt en mente". Con esa escena, queda claro: ya no se esconden los “truquitos”, se comparten como hallazgos. La máquina podrá dar miles de respuestas, pero solo nosotros sabemos qué preguntar. En eso no hay atajo posible.
*** Unai Obieta es director del Máster Avanzado en Inteligencia Artificial y Data Science en IMMUNE Technology Institute.