Intentar establecer una línea cronológica de la consultoría tecnológica resulta casi tan complejo como algunos de los informes de los que presumen. Pero a los efectos de este análisis, consideraré con la venia del Respetable que este sector comenzara a fraguarse a finales del siglo XIX y comienzos del XX.
En 1886, el químico del MIT Arthur Dehon Little fundó la consultora homónima, pionera en el asesoramiento no sólo en materia de negocios, sino también en procesos industriales y científicos. Esta es la antesala primigenia, el origen de todo un mercado milmillonario que se fue creando posteriormente a hombros del avance técnico, las sucesivas revoluciones industriales y, ahora, la digitalización.
Ya en las primeras décadas del siglo XX surgieron otras firmas como Peat Marwick, Mitchell & Co. (1911), Arthur Andersen (1914), y Booz Allen Hamilton (1914). Todas ellas cubrían algunas de las demandas de los clientes en asesoría técnica, pero ninguna de ellas se definió en sus inicios exclusivamente como tecnológica, sino más bien como consultoras en gestión y administración.
En aquellos tiempos, la consultoría se orientaba básicamente a la optimización de la eficiencia industrial, bajo la influencia nada desdeñable de los métodos de administración científica de Frederick Winslow Taylor.
Empero, la consultoría no tardaría en expandirse internacionalmente. McKinsey, Booz Allen Hamilton y Boston Consulting Group incluyeron pronto la tecnología como una variable estratégica en las décadas centrales del siglo XX.Y ya, desde los años 60, las consultoras comenzaron a involucrarse en la transformación digital, acompañando la adopción de sistemas informáticos y de gestión empresarial en grandes corporaciones.
Así, en los años 80 y 90, el foco pasó de la organización industrial a la digitalización, con el auge de empresas como IBM Consulting y Accenture, que ayudaron a migrar procesos manuales a sistemas digitales. Fue el momento en que la consultoría tecnológica se volvió clave ante nuevos desafíos, como la ciberseguridad, la integración de redes globales y el surgimiento del comercio electrónico.
En paralelo fueron germinando consultoras nacionales, con mucho conocimiento y pegada en el mercado local, junto a otras consultoras que han hecho de un nicho de actividad su gran valor especializado. Hemos vivido procesos de diversificación y dispersión de estas firmas... seguidos de otra ola de concentración y fusiones para ganar escala. Estas compañías han ido evolucionando del mero outsourcing a la asesoría estratégica, la gestión del cambio y a aquellas capas donde más margen encontraban.
Durante todo este tiempo, las consultoras han ido adaptándose también a los tiempos tecnológicos. Si al principio su cometido era instalar y mantener los titánicos mainframes en algunas pocas empresas, luego se les pidió desplegar dispositivos por doquier bajo el modelo cliente-servidor y, más recientemente, dar el salto a la nube y manejar volúmenes ingentes de información en el tan manido como descuidado big data.
Todos estos saltos tecnológicos no hacían sino aumentar la dependencia de los clientes finales en las consultoras: cada vez se movían en entornos más complejos, donde se necesitaban habilidades, recursos y escalas que no poseían internamente. Los contratos de mantenimiento y de servicio de muchas de estas consultoras rozaban el abuso, pero no había escapatoria.
Y con todo esto llegamos al momento actual, al día de hoy. Pese a que la inteligencia artificial generativa aún está en ciernes, sería estúpido obviar cuáles pueden ser las implicaciones para el mundo de la consultoría en un futuro no tan lejano.
No es un tema menor, tampoco nuevo en el debate público en el sector. Pero esta semana, conversando con un importante CIO, quedé completamente convencido de la visión que ya tenía meditada de antemano.
La consultoría lo va a pasar terriblemente mal en los próximos años. Muchas de sus funciones y capas de actividad (como la propia gestión de proyectos, desde el diseño hasta su ejecución, pasando por el análisis de datos, el soporte técnico o la generación de informes) serán presumiblemente automatizadas en pocos años. El acompañamiento en despliegues tecnológicos carece ya de valor cuando muchos de ellos se hacen en la nube con la simple ayuda de los propios hiperescalares, sin necesidad de partners. Y la visión estratégica no tardará mucho en volver a incorporarse en el seno de los clientes finales, que recuperarán tiempo y recursos para ocuparse de ella.
La visión optimista podría hacernos pensar que la misma inteligencia artificial puede ser usada para que las consultoras aporten un valor añadido a sus servicios. Sin embargo, resulta difícil definir cuál puede ser ese extra que incorporen a su propuesta de servicios.
El prisma pesimista, por el que me inclino, va por otros derroteros. Algunas consultoras, especialmente las más potentes, incorporarán la IA rápidamente en sus operaciones, ganarán eficiencia y serán extraordinariamente competitivas. Las rezagadas simplemente desaparecerán del mapa, disolución o venta a precio irrisorio mediante. Los pocos gigantes que sobrevivan se repartirán una porción cada vez mayor de una tarta menguante.
Por eso resulta paradigmático que muchas de estas enseñas no vean el peligro sobre sus propias cabezas. Hace unas semanas me hacía eco de un informe de McKinsey, según el cual la inteligencia artificial promete desbloquear hasta 560.000 millones de dólares anuales en I+D. Resulta irónico que lo publicara esta consultora: si la inteligencia artificial es capaz de sintetizar bibliografía, analizar tendencias, generar hipótesis de investigación y hasta redactar documentación regulatoria, muchas de esas tareas se solapan con el tipo de trabajo de alto valor añadido que realizan los consultores. Y eso no tiene vuelta atrás.