Ahora que entramos en el nuevo curso político, económico y social (el curso, como el colegio, siempre comienza en septiembre) nos encontramos con la ideaca del gobierno de proponer un pacto de Estado contra la emergencia climática. Acabáramos. No habíamos caído en la cuenta. ¡Cómo no se nos había ocurrido antes! Imaginen que hubiera un pacto de Estado para todos y cada uno de los asuntos de interés público (sanidad, educación, servicios sociales, defensa, seguridad, transporte, infraestructuras, etc.); si así fuera, no necesitábamos ni ministerios.
El problema de los pactos de Estado es que casi nunca que se propone la cosa va en serio. Es como el sermón de los curas antiguos que exhortaban a los feligreses a aquello de amaros los unos a los otros, a sabiendas de que al salir algunos se iban a liar a trompadas, sí o sí. Para que estos pactos sean creíbles y salgan bien, la condición necesaria debería ser estar rodeados de estadistas, pero mucho me temo que entre nuestros dirigentes no es que tengamos muchos con tal condición, más bien escasean y brillan por su ausencia. Con eso y el pasotismo (ahora mezclado con la polarización rampante) de la sociedad española nos encontramos con que los pactos de Estado se convierten en nuestro país en el enésimo juego dialéctico que sirve para estirar el chicle de la bronca política y social en la que el país lleva instalado ya desde hace varios años. Mientras el Estado —el sujeto que debería sustentar el contenido de dichos pactos— languidece y se achica. De ahí que dentro de nada vamos a tener que inventarnos otra expresión. Nos va quedando poco Estado sobre el que articular grandes acuerdos y pactos.
El progreso de un país se puede medir de muchas formas y con multitud de variables, pero todas esas visiones concuerdan en que el bienestar a largo plazo depende del gasto e inversión en educación y en investigación e innovación. Esto lo sabemos todos, pero quienes tienen la responsabilidad de llevarlo a la práctica no lo hacen. Todos los que trabajamos en este ámbito no dejamos de apelar a esta gran verdad, de ahí que cada dos por tres se hable de la necesidad de pactos de Estado por la educación, por la ciencia o por la innovación. Somos conscientes de que si no existe una voluntad colectiva de dedicar crecientes recursos a estas partidas y mejorar (esto a veces se olvida) la ejecución y la eficiencia de todos los programas destinados a ellos, el futuro del país estará comprometido.
Pues bien, dado el calamitoso estado de nuestra sociedad, dichos pactos de Estado no solamente no están al alcance de nuestra mano, sino que he llegado a la conclusión de que resultan auténticas quimeras en un país absolutamente balcanizado en su debate público y privado. Es más, me atrevo a sostener que esto de los grandes acuerdos en materia de educación, ciencia e innovación cada vez son defendidos por menos gente. Todavía quedan algunos quijotes por ahí que proclaman en el desierto de nuestras tierras asoladas por la mediocridad y la displicencia social lo capital de dar un paso decisivo en esa dirección. Pronto se extinguirán y su voz quedará en el olvido. Ojalá me equivoque.
Olvidémonos. A la mayoría social esto le importa más bien poco. Miremos qué está pasando por ejemplo en la educación. El país gasta en torno a 60.000 millones de euros en la materia, lo cual no sabemos si es poco o mucho, pero lo que sí vemos es que mientras los indicadores empeoran, crece la sensación de que el acceso al conocimiento es un bien que cada vez se valora menos. Antes si uno quería progresar sabía que debía tener educación y formación, ahora se quiere progresar (y a veces se consigue) sin tal esfuerzo. Ya no se trata sólo de los jóvenes y las nuevas generaciones y sus querencias, también de unas familias y unos profesionales educativos cada vez más acomodaticios que están tirando la toalla. Es más importante que un niño no se frustre poniéndole en rojo sus errores en un examen que articular un modelo que le exija y le acompañe para aprender y formarse. Causa sonrojo leer noticias y escuchar comentarios de profesionales educativos sobre el bajo nivel que hay en las aulas: chicos de doce años que no saben escribir su nombre, alumnos que han llegado a la universidad y nadie sabe cómo, porque no saben escribir dos párrafos seguidos. ¿Esto es una cuestión de dinero? Puede que tener más recursos ayude a resolver el problema, pero ya les digo yo que el problema es mucho más profundo. Vamos a pagar muy caro lo que está aconteciendo delante de nuestros ojos, si es que no lo estamos pagando ya. Cuando todos los efectos perniciosos del deterioro educativo se precipiten sobre el corpus social vamos a alucinar.
Mientras hemos recibido el mayor montante en fondos europeos para digitalización, el Gobierno se ha empeñado en lanzar programas que de poco o nada sirven para superar la brecha de financiación de nuestro sistema de I+D+I. Ya hemos contado en esta columna el absoluto desastre que supone programas como el kit digital y otra suerte de rotondas digitales que están literalmente despilfarrando dinero como si se estuviera vertiendo en un aliviadero.
Qué decir de la mítica transferencia para que el famoso I+D+I no sean meras siglas sin sentido. Salvo contadas y honrosas excepciones, nuestras universidades y nuestras empresas siguen viviendo a espaldas unas de las otras, como si el pasado histórico frustrara toda expectativa de mejora en este sentido. Se supone que gastamos más que nunca en la materia (22.000 millones), pero la pregunta es ¿por qué no se ven mejoras?, ¿por qué tenemos la sensación de que todo está como siempre?
No es un problema de dinero, al menos no solamente, sino de eficacia en ese gasto, de eficiencia en los programas y en las perennes y machaconas preferencias colectivas de un país que nunca apostó por la ciencia, por la innovación y por hacer las cosas de manera diferente. Cuando éramos un país muy pobre se hizo famoso aquel eslogan de un viejo académico que gritaba aquello de “mejor que inventen otros”. Hoy que somos un país que logró tener futuro y esperanza a finales del siglo XX, pero que ha devenido en lo que llevamos de siglo en potencia media en plena decadencia, la excusa de la falta de recursos no cuela. Hay recursos pero ni los gobiernos, ni aquellos con poder y capacidad, y mucho menos la mayoría de la sociedad quiere modificar el estatus quo. Las pensiones y los intereses de la deuda suman ya 1 de cada 2 euros de gasto público: imaginen la cantidad de recursos que podríamos utilizar de otra manera más eficiente y más justa generacional e intergeneracionalmente.
En un país donde la inversión favorita de trabajadores, clases medias y ricos es el ladrillo (que además ni siquiera ha ayudado a resolver el enorme problema de acceso a la vivienda), poco podemos hacer al respecto. Imaginen si a todos ellos (o solo a un 10% de ellos) les diera por invertir en un fondo de inversión en startups o en montar una empresa tecnológica o en hacer, qué sé yo, cooperativas para impulsar la innovación. Pues nada, aquí el tipo de inversiones que tienen buena fama y contrastada capacidad de concitar un consenso entre todas las capas sociales y económicas es lo inmobiliario. Aquí sí hay un pacto de estado implícito: “déjese de problemas e invierta sus ahorros en comprar pisos”. En esto sí que no hace falta hacer proselitismo, ni escribir libros blancos, ni pedir firmas para pactos de Estado.
Comenzamos un curso que puede ser el tercero seguido sin presupuestos generales del Estado, con todas las partidas prorrogadas, con los partidos a la gresca por los incendios, el cambio climático, el cupo catalán y la paz en el mundo, es decir, con la opinión pública (o lo que queda de ella) imbuida y metida hasta las trancas en un claro clima preelectoral. Estamos como para pedir un pacto por la educación, la ciencia o la innovación. A veces los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía.