Sí, sin duda, el Diccionario de Sinónimos y Antónimos era uno de mis libros favoritos del cole cuando era pequeña. Me fascinaba hacer los deberes de Lengua y tener que buscar una y otra vez entre sus dos mitades, primero las palabras similares y, después, las opuestas a las referidas en el ejercicio. Era divertido y, por supuesto, enriquecedor.

Pero entre que ya no se fomenta la lectura en los planes educativos como hace unos años, que las familias delegan esa tarea en estos para no discutir las pocas ‘horas de calidad’ que pasan con sus hijos en casa y que, además, el uso abusivo de las pantallas he de reconocer que ha hecho que muchos niños devoradores de libros hayan abandonado el papel por las teclas… Pues eso, que tanto la comprensión lectora como la ortografía se han visto afectadas sí o sí.

Pero ¡ojo!, que esta no es la ya manida cantinela del tipo: “Los adolescentes y jóvenes de hoy son menos inteligentes que sus padres” o “las nuevas generaciones son cada vez más tontas” … Porque tontos hay un rato, y no precisamente de la Generación Z.

Un ejemplo lo hemos visto hace poco, cuando los medios de comunicación, en vez de informar de las noticias que afectan realmente al país, que no son pocas, han dado voz día tras día a un ‘cretino con micro, móvil y cuenta en YouTube soltando improperios y hostias por doquier’. Y, como siempre ocurre en estos casos, toda una marabunta de presentadores, tertulianos y tuiteros discutían sobre las penas a imponer al susodicho, olvidando que, si son hechos delictivos, solo lo podrá determinar un juez, ni la audiencia televisiva ni la de Twitter.

Pero volviendo a la Lengua, o a la falta de ella, lo que llevo unos años dándome cuenta es cómo la gente ha perdido totalmente el miedo a utilizar las palabras, no reparando si su significado representa o no realmente el hecho que está narrando o demostrando científicamente. Supongo que será por mi pasado como correctora de textos en una editorial, por ser profesora de Comunicación y, además, por dedicarme al mundo digital, lo cual me hace leer y releer una y otra vez cada texto antes de darle a la tecla de ‘enviar’ para asegurarme que no envío al océano de internet una errata ortográfica.

Por poneros un ejemplo, el pasado agosto, un conductor atropelló a ocho ciclistas y se dio a la fuga, dejando fatídicamente dos fallecidos y un herido en estado crítico. Entendiendo el estado de shock e indignación de los vecinos del municipio y de toda la ciudadanía, en general, una de las declaraciones que ocupó todas las parrillas de los informativos fue la del testigo que hablaba de que “no había sido un accidente sino un atentado”.

¡Ahí es ‘na’! Ni más ni menos pasábamos directamente de un presunto homicida por imprudencia (Art. 142.1 Código Penal) a terrorista. Y nadie, ningún periodista, analista ni tertuliano, hacía comentario alguno al hecho.

El ‘maltrato’ es, por desgracia, otro de los términos que más se ha usado de forma totalmente arbitraria y mal intencionada durante los últimos años, desde políticos para su discurso demagógico, parejas o exparejas en sus guerras sentimentales, o hasta los titulares sensacionalistas para conseguir el clickbait de millones de usuarios. Y esto, como podemos entender, es realmente peligroso.

Lo primero, porque menosprecia e infravalora la situación de millones de víctimas que, con el aumento de denuncias falsas y noticias que no son, ven cómo se reducen los recursos que ellas necesitan; y lo segundo, porque estamos desvirtuando una lacra con la que debemos acabar en esta sociedad.

Sin lugar a duda, el término que más me cuesta ver adoptado sin entidad científica o estudios que lo respalden detrás, por pertenecer a mi trabajo del día a día, es el de ‘adicción’. Si nos fuéramos a Google Trends a realizar una búsqueda de keywords veríamos cómo la categoría donde más se utiliza es en el de adicción al móvil, cuando la comunidad científica ha puntualizado que el teléfono, como dispositivo, es un mero transmisor, por lo que no genera adicción (y, por tanto, no está contemplada la patología ni el CIE-11 ni el DSM-V), al igual que no existe la adicción a los selfies ni a Instagram.

Pero al igual que nos costaría decir que nuestro hijo es adicto al alcohol, aunque le veamos venir varios fines de semana con unas cuantas copas de más, o, incluso, haya sufrido una intoxicación etílica, parece que no nos tiembla la voz cuando empleamos el mismo término para decir que es adicto a 'Fortnite'.

Por todo ello, es fundamental que seamos siempre dueños de nuestras palabras. Que las busquemos, las meditemos, las cuidemos y las tratemos con el mayor de los respetos para que siempre reflejen lo que pensamos y sentimos, y no lo que quieren otros.

Porque, aunque digan que las palabras se las lleva el viento, a veces, se necesitaría un huracán para borrar el daño hecho por muchas de ellas.