De acuerdo con las predicciones de economistas de prestigio, instituciones oficiales e institutos académicos de todo el mundo, estamos a las puertas de una gran grieta en nuestra economía. Más allá de ponerle nombres técnicos y de acotarlo temporalmente, la guerra de Ucrania, la inflación desbocada y el parón chino van a enfriarlo otra vez todo y ya hay quien empieza a hablar del último verano: quemaremos las naves con lo ahorrado y lo prestado antes de que el mundo entero vuelva a entrar en depresión. 

Resulta paradójico que cuando todo apunta a una hecatombe de dimensiones tremendas (subidas de precios, parón de la industria, caídas salvajes de las empresas del renacimiento tecnológico), la equidistancia del mundo, su extraño equilibrio, permite que el hundimiento coexista de forma simultánea con la gran renuncia, y con la demanda y aún con el triunfo en algunas parcelas de la jornada de cuatro horas.

Todo el mundo parece agotado y perdido en un tablero en el que cuesta ordenar las piezas de quienes ya no quieren trabajar pero quieren seguir viviendo, consumiendo, gastando; y quienes tratan de gestionar la raquítica salud de sus empresas con recursos nimios, extenuados por la incertidumbre. 

Le leía estos días a Niño Becerra (el título de este artículo lleva también su inspiración) un tuit en el que decía: “Pienso que se está generando una falsa dinámica: que siempre es posible reducir el tiempo de trabajo manteniendo los salarios, y no es verdad…”. Estoy de acuerdo.

Quienes se piensan que las empresas no han hecho sino acumular riqueza a costa de sus trabajadores durante esta última década, se equivocan. Que se pasen por el Registro Mercantil y saquen números: la gran mayoría de las pymes subsiste, no ahorra y al menor vaivén precisa de ayudas públicas y de prórrogas para sujetarse al andamio. Somos un país que vive en una eterna prórroga, siempre pendiente de un hilo. No aguantaremos más presión sobre los pequeños. Caerán.

Uno de los temas centrales del debate debería ser, más allá del de los días de trabajo, el de la productividad. ¿Cuánto necesitamos trabajar para no tener pérdidas? ¿Cuánto para pagar las pensiones? ¿Cuánto para pagar nuestras políticas sociales? Ah, y ¿cuánto para pagar lo que debemos? Yo creo que alguien debería decirle ya con claridad a las nuevas generaciones que España debe mucho, mucho, y que hay que remar otro tanto para poder devolver lo que nos dieron.

Aquello con lo que financiamos ciudades top y playas de banderas azules, trenes supersónicos y hospitales que parecen hoteles, carreteras seguras, fiestas de todo tipo y hasta algún que otro sueño olímpico que se quedó en eso, en quimera, hay que devolverlo. 

Creo entender bien lo que subyace en el movimiento de la gran renuncia: la gente está cansada porque no le ve sentido a lo que hace, mal trabaja para malvivir, y, si la ecuación se simplifica, pues es mucho mejor la libertad, claro que sí. El problema es que el mundo no se sostiene sin recursos, las sociedades no aguantan sin esfuerzos y el ser humano se diluye lentamente en lo virtual como si más allá del límite de sus pantallas no fuera necesario comer, respirar… Entre estas dos realidades extremas está nuestro futuro.

Fondos Europeos, startups y emprendimiento

Aún comprendería mejor el fenómeno si la renuncia fuese para lanzar algo nuevo, para emprender y aportar, para solucionar algún problema, para cambiar algo. Pero tampoco lo veo. España está gastando los fondos de la UE en pagar ERPs y webs y en hacer más sostenibles los municipios y en salvar a algunas empresas. Todo ok, pero es urgente virar hacia otro modelo en el que los fondos se gastan en transformar sectores (bravo por los PERTES) y en inventar la nueva economía: nada. 

Me da miedo que después de este último verano, quienes lo dejaron todo, quienes se fueron para ser más libres, tengan un día que emprender por necesidad. No sabrán muy bien qué hacer y fracasarán, y aquí ya sabemos cómo se penaliza lo de las segundas oportunidades.

Y dentro de esos temores el más grande es que no nos hayamos dado cuenta de que se ha terminado el show, ya nadie vivirá de los eventos sin pico y pala; ni del cuento de yo haré y yo creceré y yo seré. Llegan tiempos difíciles (tiempos reales) en los que los inversores ya no te pedirán que gastes sin media sino que te preguntarán cuánto has ganado (EBITDA) y qué plan sostenible tienes para crecer.

Es hora de buscar oportunidades. Y las hay. ¡Muchas! Un mundo que tiene que reinventar su modelo energético y de consumo, un mundo que puede solucionar problemas complejos con tecnologías asequibles, un mundo que se adentra en el sumidero de una nueva oscuridad, ha de ser capaz de dar con cosas nuevas. Y no, todo no puede estar en el metaverso, en los NFTs, en las 'criptos'. El mundo tiene que comer (agro), tiene que curarse (health), tiene que moverse (mobility). Añádanle ustedes al sufijo tech: ese es un buen mapa para comenzar a emprender de nuevo. 

Analicé todo esto en un libro hace un par de años, 'La gran travesía del emprendimiento' (Gestión), en un capítulo cuyo título encaja en todo esto como anillo al dedo: 'Startups y scaleups para el diseño de una nueva economía', por si alguna emprendedora se anima a echarle un vistazo.