Los fundamentos de las técnicas de marketing, publicidad y propaganda actuales tienen su origen en el siglo XIX cuando surge la necesidad de vender productos industriales a un público más amplio. Se desarrollan en la segunda mitad del XX gracias al despliegue masivo de los medios de comunicación, a la mejora en las herramientas de análisis de opinión y de segmentación de audiencias y a las amplias posibilidades creativas de la imagen y el sonido. Durante décadas, la prensa, la radio, el cine y la televisión han sido los soportes esenciales para la distribución de ideas, tendencias y hábitos de compra.  La influencia de las campañas de comunicación, publicidad y relaciones públicas en los cambios de comportamiento sociales ha sido objeto de amplio estudio. La desinformación, la publicidad engañosa y la regulación para impulsar códigos éticos y evitar la concentración de poder en los medios de comunicación de masas tampoco son nuevas.

Muchos sitúan en 2008 el inicio de una nueva era de la comunicación. La campaña de Obama de ese año se hizo famosa por el papel de unas jovencísimas redes sociales cuyo futuro y potencial se ha visto empañado, diez años después, por escándalos basados en la utilización no autorizada de datos de los usuarios, las cuentas falsas, los trols y el creciente uso de la inteligencia artificial para crear mensajes, imágenes y videos manipulados.

Dicen los expertos que para que una idea se “pegue” en nuestro cerebro tiene que ser simple; captar nuestra atención y sorprendernos; ser fácil de recordar; incluir datos que la hagan creíble; apelar a la emoción; y estar contada como una historia para que impulse a la acción. Los soportes digitales se adaptan especialmente bien a los requisitos de brevedad y simpleza. Consiguen credibilidad mediante imágenes o videos, reforzada por los “like” de los miembros de la propia red. Después de años acumulando datos, los algoritmos identifican con creciente precisión  lo que más nos interesa y anticipan mejor nuestras emociones. Así, la comunicación y la creación de opinión se están demostrando mucho más efectivas y, con ello, la polémica está servida.

Los estudios e informes sobre el papel de las plataformas tecnológicas como canal de desinformación y su particular impacto en las campañas electorales se han intensificado en los últimos meses. En una sesión de trabajo del Parlamento Europeo, se ha debatido sobre la amenaza que puede representar internet y las nuevas tecnologías para la democracia. En febrero, un comité del Parlamento Británico publicó el informe titulado “Desinformación y Noticias falsas” donde se analiza el contexto informativo; se sientan las bases de un posible marco regulatorio; y se propone un código ético para exigir responsabilidades a las plataformas tecnológicas por los contenidos que se consideren dañinos, vigilando especialmente los periodos electorales.

En este contexto, tenemos que continuar haciendo énfasis en el derecho a la libertad de expresión a la vez que tomamos conciencia de la importancia de nuestra actuación individual. La alfabetización mediática y tecnológica de la ciudadanía es esencial para alcanzar un uso más consciente e informado de las plataformas.

El Centro Criptológico Nacional, en el decálogo de su guía de mejores prácticas, recomienda comprobar el origen y la fecha de la noticia; desconfiar de los pantallazos, aunque lleguen de un usuario en el que confiamos; y actuar de manera fría para evitar viralizar contenidos no contrastados. Hay también quien recomienda darse de baja de aplicaciones y redes sociales para reducir la posibilidad de manipulación. Mi posición no es renunciar a una parte esencial de la realidad, sino intensificar el pensamiento crítico, exigir mayor transparencia a las plataformas e incrementar la formación tecnológica para construir una sociedad más fuerte y mejor preparada ante un entorno complejo y de intensa transformación.

Emma Fernández, consejera independiente