Caravana en la ruta de la seda. Atlas catalán.  Siglo XIV

Caravana en la ruta de la seda. Atlas catalán. Siglo XIV Wikimedia Commons

Historia

El imposible plan de un rey de Castilla para aliarse con el hombre más poderoso del mundo

En 1403 partió del puerto de Santa María una embajada con rumbo a Samarcanda, en plena Ruta de la seda. Regresaron a los tres años tras verse con Tamerlán.

29 enero, 2024 10:24

En 1396 Europa entera estaba aterrada. Los embajadores del Imperio bizantino recorrieron todas las grandes cortes implorando ayuda. El desastre había sido absoluto. El gran sultán otomano Bayaceto había logrado aplastar a un gran ejército de caballeros centroeuropeos en las llanuras búlgaras de Nicópolis. Constantinopla estaba completamente rodeada. Cuando la noticia llegó a la Castilla de Enrique III la cuestión geopolítica le intrigó, sobre todo porque la información del exterior era confusa y el soberano demandaba datos más precisos.

Este monarca tenía alma de explorador y le interesaba todo lo relacionado con el mundo oriental. Ya había enviado antes toda una serie de emisarios a los reinos de Fez y Argelia en el norte de África e incluso a El Cairo en Egipto. Sus enviados también fueron testigos de la debacle otomana ante un misterioso imperio. En 1402, feroces guerreros nómadas de rasgos asiáticos y cubiertos de hierro atravesaron Anatolia. Sus elefantes de guerra despedazaron al ejército turco y capturaron a Bayaceto. A la cabeza del exótico ejército marchaba el turco mongol Timur-i-Lenk ("Timur el cojo"), más conocido como Tamerlán, aquel cuyo imperio se extendía hasta las fronteras de China y considerado último gran rey de las estepas de Asia a pesar de que nunca usó el título de Gran Khan. 

¿Podría existir un aliado más poderoso? Enrique III lo tenía clarísimo y no quiso desaprovechar la oportunidad. La embajada la lideraría Ruy González de Clavijo, ayudante de cámara del rey y noble madrileño. Debía atravesar el mundo e internarse en las lejanas tierras que algunos supersticiosos identificaban con el apocalíptico reino bíblico de los temidos Gog y Magog. En su viaje observó animales fantásticos, casi mitológicos, ciudades legendarias, temibles guerreros y al hombre más poderoso del mundo.

Tamerlán después de capturar al sultán Bayaceto. Cuadro de 1878

Tamerlán después de capturar al sultán Bayaceto. Cuadro de 1878 Stanislav Chlebowski Wikimedia Commons

Hacia Samarcanda

El madrileño no estaba sólo: le acompañaron fray Alonso Páez de Santa María, maestro en Teología; el caballero Gómez de Salazar, miembro de la guardia, y catorce escribanos y sirvientes que debían cargar con los regalos castellanos: telas escarlatas, vajillas de plata y varios halcones gerifaltes que requerían un minucioso cuidado. Partieron en mayo de 1403 del puerto gaditano de Santa María y contaron como guía con el timúrida Mohamed Alcagi, consejero de Tamerlán al que su monarca había enviado a Castilla junto a tres esclavas greco húngaras ofrecidas a Enrique III. Una de ellas, Angelina la griega, acabó convirtiéndose en cortesana.

La odisea de los castellanos se prolongó tres largos años. En más de una ocasión el miedo se aferró a sus corazones. Apenas conocían nada de aquel lejano rey más allá de su inconmensurable poder. "Su temeridad, sabiduría y hasta crueldad eran legendarias; se cuenta que construía pirámides con las cabezas cortadas de aquellos habitantes de ciudades que no se rendían enseguida al aparecer él con sus huestes", explica Santiago Ruiz-Morales Fadrique en la biografía de la Real Academia sobre el embajador madrileño. 

Retrato de Ruy Gonzalez de Clavijo

Retrato de Ruy Gonzalez de Clavijo Real Academia de la Historia

No estuvieron faltos de peligro. Además de posibles saqueadores y piratas en las costas turcas, debieron enfrentarse a la propia naturaleza. Cuando estaban llegando a la mítica ciudad de Samarcanda, el guerrero Gómez de Salazar murió bajo el sol de Persia, fatigado y angustiado por la travesía. Una tormenta amenazó con hundir su minúscula carraca en las costas de Sicilia y otra les hizo naufragar en las orillas de la ciudad de Trebisonda, en el mar Negro.

En su camino vieron también cosas maravillosas. Su nave les permitió intuir las sombras de los monasterios ortodoxos del monte Athos en Grecia, pero su escala de varios meses en Constantinopla les decepcionó. Un bombardeo de olores golpeó sus rostros en los grandes mercados, pero no pasó desapercibido el estado casi ruinoso de muchos de los edificios, como el gran Hipódromo, reutilizado como lugar de justas. En su descripción, ya casi arqueológica, comentaron que "bien paresce que en otro tiempo, cuando esta ciudat estava en su virtud, que era de las nobles ciudades del mundo".

Plaza de Registán en Samarcanda, construida poco después de la muerte de Tamerlán

Plaza de Registán en Samarcanda, construida poco después de la muerte de Tamerlán Wikimedia Commons

Un año después de partir de Castilla llegaron a las tierras de Tamerlán. Se encontraban rodeados por las montañas del Cáucaso, región en la que, según se rumoreaba en la Edad Media, Noé había comenzado a repoblar el mundo después del Diluvio. Pronto recibieron monturas y se adentraron en las estepas de Asia Central. Con el canto del muecín de fondo, se asombraron de las extrañas costumbres de sus gentes y de las ricas mezquitas y madrasas, tan diferentes a las de aquel al-Ándalus que aún resistía como reino granadino.

Especialmente impactante para los castellanos fueron las atigradas jornusas (jirafas) con las que se cruzaron, enviadas por el señor de Babilonia como regalo al emperador. También se asombraron con la celebración de juegos con enormes elefantes para entretener y animar a la población. Aquel país era como ningún otro que hubieran podido ver.

El gran Tamerlán

Acabaron llegando a Samarcanda, en el corazón de las estepas, y les acomodaron junto a los embajadores del resto del mundo. Aquella ciudad era una especie de gran campamento compuesto por miles de tiendas. Tamerlán había comenzado a edificar mezquitas y grandes monumentos después de reunir a los mejores artesanos de todos sus dominios: expertos en sedas, talladores de vidrio, orfebres… "avía tantos, que era maravilla".

El gran Tamerlán, ya un anciano, humilló a un emisario chino ante los castellanos y recibió sus presentes con gratitud. Pronto les despachó sin llegar a ningún acuerdo. "Al final, preocupado con su inminente invasión de China en pleno invierno terrible, Tamerlán ni siquiera se despidió de Clavijo ni respondió a la carta de Enrique III que el embajador había traído consigo", explica Ruíz-Morales.

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Al poco de salir de Samarcanda de regreso a Castilla, una noticia hizo temblar la tierra. El gran hombre había fallecido y su imperio convulsionó violentamente sacudido por decenas de rebeliones. Aquel áspero invierno fueron retenidos por el señor de Persia que, después de requisarles los regalos de Tamerlán, les dejó continuar. Su regreso no está exento de misterios ya que a su paso por Italia, Gonzalez de Clavijo menciona escuetamente que se reunió con el papa para debatir ciertos asuntos en nombre de su rey. Tras atravesar el mundo conocido, su crónica termina el 24 de marzo de 1406 en Alcalá de Henares.

En ella se puede destacar la enorme modestia del embajador, que no realiza ningún autoelogio ni ningún detalle del recibimiento de su señor, escondiendo sus méritos y los de sus acompañantes. Sirvió en la corte hasta su muerte el 2 de abril de 1412. "Finalmente, con el ocaso de la Ruta de la seda y las especias, al descubrirse casi un siglo más tarde la ruta del mar por Vasco de Gama, Asia Central perdió el interés geoestratégico, del cual había gozado durante los siglos anteriores", concluye su biógrafo.