Julio y agosto transforman las ciudades en espejismos. Calles donde antes había ruido, ahora hay silencio; persianas bajadas, bancos vacíos, buzones que acumulan polvo.

A simple vista, podría parecer un descanso merecido, un paréntesis saludable. Pero si uno afina el oído, detrás del silencio se escucha otra cosa: la respiración contenida de quienes se han quedado atrás.

Porque no todos se van. Mientras la mayoría huye en busca de mar, montaña o sombra, las ciudades vacías se convierten en escenarios de una soledad densa, casi física, que afecta de forma desigual a quienes no pueden, no quieren o no tienen con quién irse.

En estos meses calurosos, los medios se llenan de reportajes sobre playas llenas, festivales vibrantes y aeropuertos colapsados.

Pero hay otra crónica, menos televisiva y más íntima, que se escribe en las habitaciones solitarias de miles de personas mayores, enfermas, dependientes o simplemente solas. Una realidad que no se detiene porque el calendario cambie de página.

La ciencia lo ha estudiado: la soledad no es sólo una emoción, es un factor de riesgo biológico. Estudios de varias universidades han demostrado que el aislamiento social se asocia a un aumento del 26% en la mortalidad prematura, a un mayor deterioro cognitivo, mayor inflamación sistémica, peor calidad del sueño y una mayor incidencia de enfermedades cardiovasculares. Estar solo, literalmente, duele.

Y en verano, ese dolor se amplifica. Las temperaturas extremas, el cierre de centros de salud y de servicios sociales, la falta de transporte público y la desorganización vecinal agravan la sensación de abandono.

Quien no puede bajar la persiana o llenar una jarra de agua helada corre un riesgo real. El calor no es democrático: ataca más fuerte a quienes ya estaban en los márgenes.

Hay una paradoja dolorosa: en la estación en que más se habla de felicidad, evasión y placer, también florecen la tristeza, el abandono y el silencio.

La ciencia, aunque precisa y neutra, no puede ignorar que los datos también tienen alma, sí dije alma. Detrás de cada cifra hay una historia que no siempre encuentra quien la escuche.

Mas, no todo es diagnóstico. También hay respuesta. En algunas ciudades, surgen redes vecinales que se organizan para llamar por teléfono a personas mayores, llevarles medicamentos, subirles la compra o simplemente preguntarles cómo están.

En hospitales, trabajadores sanitarios se turnan para no cerrar del todo las puertas. Algunas ONG se activan precisamente cuando todos los demás se detienen. La empatía no tiene vacaciones.

Y en lo individual, todos podemos hacer algo. Mirar más allá de nuestras propias maletas. Preguntar a ese vecino de voz temblorosa si necesita algo.

Ofrecer una conversación a quien parece invisible. Recordar que el bienestar es una experiencia individual y un tejido social que se refuerza o se deshilacha cada día.

No se trata de negar el derecho a descansar, a irse, a desconectar. Se trata de no olvidar a quienes no pueden hacerlo. De ampliar la idea de comunidad más allá del grupo de WhatsApp o la sombrilla.

De entender que el verano puede ser también una oportunidad para fortalecer vínculos y tender puentes.

Desde el punto de vista biológico, el contacto humano tiene efectos sorprendentes: libera oxitocina, reduce el cortisol, baja la presión arterial. Una llamada o una visita breve pueden ser más eficaces que muchos medicamentos.

Y sí, es verdad: hablar de soledad en verano puede parecer aguafiestas. Pero también es un acto de justicia.

Porque mientras algunos buscan el mejor chiringuito, otros buscan simplemente alguien que los escuche. Mientras unos comparan precios de vuelos, otros comparan termómetros. Y mientras unos coleccionan fotos, otros sobreviven al olvido.

Quizá, con suerte, este verano nos sirva también para mirar hacia los márgenes, para entender que las ciudades vacías no están tan vacías como creemos. Están llenas de historias, de necesidades y de presencias silenciosas que también merecen atención.

Porque no hay ciencia sin compasión. Y no hay verano completo sin la conciencia de que el descanso, como la salud, debería ser un derecho universal, no un privilegio de quienes pueden escapar.