La periodista y activista por los derechos humanos iraní Narges Mohammadi ha sido reconocida esta mañana con el Premio Nobel de la Paz por su lucha contra la opresión de las mujeres en Irán y por promover los derechos humanos y la libertad para todos. Este reconocimiento, sin embargo, le llega privada de la libertad, sin poder disfrutar del galardón, pero tampoco de su carrera y su familia.

Su valiente lucha ha tenido un gran coste personal. En total, el régimen de los ayatolás la ha arrestado 13 veces, la ha declarado culpable en cinco ocasiones y la ha condenado a un total de 31 años de prisión y 154 latigazos. Casi nada. En estos momentos sigue en prisión, pero su incansable lucha no cesa. 

“Me siento frente a la ventana todos los días, contemplo la vegetación y sueño con un Irán libre”, dijo la activista en una entrevista no autorizada a The New York Times el pasado mes de abril. “Cuanto más me castigan, más me quitan, más decidida estoy a luchar hasta lograr la democracia y la libertad y nada menos”. 

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Su activismo parecía algo predestinado. Cuando Narges era niña, su madre, que venía de una familia muy política —su tío y dos de sus primos fueron arrestados tras la revolución islámica de 1979—, le repitió en numerosas ocasiones que no se metiera nunca en política, que el precio por luchar contra el régimen iraní podía ser demasiado alto. Aunque parece ser que esas charlas nunca surtieron demasiado efecto en ella.

En la década de los 90, cuando era una joven estudiante de física, ya se distinguía como una defensora de la igualdad y los derechos humanos. Unos años más tarde, en 2003 se unió al Centro de Defensores de los Derechos Humanos en Teherán, una organización fundada por la también premio Nobel de la Paz —en 2003— y abogada Shirin Ebadi. En 2011, Mohammadi fue arrestada por primera vez y sentenciada a varios años de prisión por sus esfuerzos para ayudar a activistas encarcelados y a sus familias. 

Tras quedar en libertad dos años más tarde, la activista centró su mirada en la pena de muerte. Durante muchos años, el país asiático ha estado entre los principales ejecutores del mundo. Sin ir más lejos, durante el año 2022, según el último informe de Amnistía Internacional, 576 presos fueron ejecutados en Irán. “En un intento desesperado por acabar con el levantamiento popular, Irán ha ejecutado a personas sólo por haber ejercido su derecho a protestar”, afirmó Agnès Callamard, secretaria general de la oenegé en mayo. 

Una separación dolorosa 

En 2015, su activismo contra la pena de muerte le valió un nuevo arresto de Mohammadi y en esa ocasión fue sentenciada a 16 años de prisión por llevar a cabo “actividades contra la seguridad y propaganda antigubernamental”. Esa nueva pena se sumó a un castigo mucho mayor: no poder ver ni hablar con sus hijos. 

En su regreso a prisión, Mohammadi, que cumple la condena en la infame cárcel de Evin en Teherán —donde también se encuentran otras presas notables como Yamasan Aryani (activista por los DDHH), Mitra Farahani (directora de cine y pintora) o Sosha Makani (futbolista)—, no cesó en su empeño por defender los derechos humanos. 

En la cárcel, la activista decidió luchar por acabar con el uso sistemático de la tortura y la violencia sexualizada por parte del régimen contra los presos, especialmente contra las mujeres, que se practica en las prisiones iraníes. “A este respecto vienen a la mente las penalidades adicionales que sufren las presas políticas y las presas de conciencia. El ala de mujeres de la prisión de Evin tiene prohibido tener teléfono, pese a que de las 27 presas, 17 son madres y 4 tienen hijos de corta edad”, escribió en una carta dirigida a Amnistía Internacional en julio de 2016. 

Por esta razón, las autoridades decidieron darle donde más duele: privarle de todo contacto con sus hijos. El castigo fue no permitirle hablar con sus hijos, algo que sólo se revocó cuando decidió iniciar una huelga de hambre. Ahora, la activista lleva ya ocho años sin poder ver a sus dos gemelos de 16 años: Ali y Kiana. Su marido, Taghi Rahmani, también escritor y destacado activista que estuvo encarcelado durante 14 años en Irán, vive exiliado justo a sus dos hijos en Francia. 

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“Esta separación nos ha sido impuesta. Es muy difícil. Como esposo y padre, quiero que Narges viva con nosotros. Y como su compañero en el activismo, estoy obligado a apoyar y alentar su trabajo y elevar su voz”, afirmó Rahmani durante una entrevista con el New York Times el pasado mes de marzo, cuando Mohammadi recibió el premio PEN/Barbey a la Libertad para Escribir 2023. 

Líder desde la cárcel 

El estallido de las protestas en septiembre del año pasado en Irán por la muerte de la joven kurda Mahsa Amini bajo custodia de la policía moral iraní llegó también a los oídos de los presos políticos de Evin. Una vez más, Mohammadi volvió a asumir el liderazgo y alentó desde la prisión la desobediencia civil y condenó la violenta represión del gobierno contra los manifestantes. 

Su trayectoria le vale ahora el premio Nobel de la Paz, aunque lo verá detrás de los barrotes. Aún le quedan 10 años en prisión. La dura represión del régimen de los ayatolás no parece que vaya a silenciar a Mohamadi. La esperanza en ella parece ser una llama eterna. Su voz, al igual que la de las miles de personas que han salido a la calle, ya dejado claro que las políticas de discriminación y opresión del régimen teocrático contra las mujeres debe ser cosa del pasado. 

“Como muchos activistas dentro de la prisión, estoy consumida por encontrar una manera de apoyar el movimiento”, señaló en la entrevista al Times. “Nosotros, el pueblo de Irán, estamos saliendo de la teocracia de la República Islámica. La transición no será saltar de un punto a otro. Será un proceso largo y difícil, pero la evidencia sugiere que definitivamente sucederá”.