Hoy, 19 de agosto, en el Día Mundial de la Asistencia Humanitaria, nos detenemos a reflexionar sobre algunas preguntas fundamentales que, al menos a mí, me resuena con más fuerza que nunca: ¿qué significa el ser humano cuando el sufrimiento ajeno nos interpela?
¿Es acaso nuestra humanidad un mero concepto, una acción o un llamado ineludible a la compasión y la solidaridad en un mundo que a menudo parece desmoronarse? ¿Cuál es el papel de la acción humanitaria en todo esto? ¿Y el nuestro como personas?
Las cifras que arrojan la realidad actual son abrumadoras: más 339 millones de personas en el mundo necesitan ayuda humanitaria para subsistir (es decir, agua, alimentos, ropa de abrigo, medicinas), 123,2 millones de personas se han visto obligadas a desplazarse por conflictos y desastres, y 45 millones están en riesgo de morir de hambre.
A estos desafíos se suman las duras consecuencias de un sistema desigual con frágiles sistemas de salud pública, pronunciados recortes en cooperación para invertirlos en armas y ataques deliberados a infraestructuras educativas: 11.191 en 97 países entre 2020 y 2023 que afectaron a casi 20.000 estudiantes y profesores, según la Coalición Global para Proteger la Educación de Ataques.
Una realidad que nos sigue recordando la fragilidad de la vida y la persistencia de las crisis que, lamentablemente, a menudo caen en el olvido.
La acción humanitaria es, por definición, "una labor dedicada a salvar vidas, y preservar la dignidad humana". Es una respuesta obligada para mitigar las crisis, trabajando con las personas afectadas para aliviar su sufrimiento, garantizar su subsistencia, proteger sus derechos fundamentales y defender su dignidad.
Sin embargo, esta tarea se ha vuelto cada vez más compleja, cada vez son más los actores que, ya no solo no valoran la labor humanitaria, sino que tampoco valoran las vidas humanas que se salvan con ella.
En un mundo global e interconectado, pero cada vez más polarizado, nos enfrentamos al miedo a llamar a las cosas por su nombre. La violación flagrante del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos en lugares como Gaza, donde miles de vidas están en riesgo crítico al no permitirse el trabajo humanitario, es un doloroso recordatorio de esta realidad.
La acción humanitaria no puede ser moneda de cambio, de intereses políticos ni de conflictos armados que ignoran las leyes de la guerra y, sobre todo, el valor y el respeto por la vida.
A esta complejidad se suma la crisis del multilateralismo y la proliferación de actores internacionales que no se rigen por el derecho internacional humanitario.
Esto supone un riesgo para las operaciones, las poblaciones y los trabajadores humanitarios al no respetar estas normas codificadas universalmente para mitigar los efectos de los conflictos armados, proteger a las personas que no participan y limitar los medios y métodos de hacer la guerra.
Además, los recursos de los que disponemos las organizaciones humanitarias son cada vez más limitados, no solo en la cantidad, sino también en la calidad, ya que, las intervenciones se rigen a menudo más por la intensidad de la atención mediática y política que por criterios humanitarios y de necesidades.
Esto da lugar a las llamadas crisis olvidadas e invisibilizadas, como las causadas por la violencia en Honduras o Haití, el impacto del cambio climático en Mozambique, o el constante desplazamiento de personas Rohinyá.
Crisis que, a pesar de sus efectos devastadores para millones de personas, pasan desapercibidas para una gran parte de la sociedad global; ante esta realidad, me pregunto: ¿cómo miramos al mundo?
Como actores humanitarios, nos encontramos en el centro de estas tensiones. Nuestra interacción con esta realidad nos exige reflexionar sobre nuestro modelo de actuación si queremos verdaderamente "salvaguardar la vida de las personas en momentos de crisis".
En estos contextos de crisis múltiples es relevante que la ayuda se destine a aquellas poblaciones con necesidades más agudas. Es fundamental que el criterio de Humanidad no se nuble por la falta de independencia, neutralidad o imparcialidad.
Los nuevos desafíos que afrontamos ponen de manifiesto que la respuesta frente a estas crisis no es posible ni exitosa si no conseguimos trabajar para generar capacidades y resiliencia en las poblaciones afectadas, respetar y regenerar el medio ambiente, generar independencia y autosuficiencia, eliminar la violencia de género, e involucrar a la ciudadanía global en una respuesta que tenga en cuenta las necesidades de cada contexto.
Frente a estas realidades tan complejas, nuestra experiencia nos demuestra que la educación en contextos de emergencia es una herramienta clave y flexible que se adapta a distintas realidades para contribuir a transformarlas según las necesidades de la población local y a generar capacidades con un gran impacto en las generaciones futuras.
Hay pocas acciones capaces de generar tanta resiliencia, confianza y cambio como el acceso a un derecho tan básico e importante como es la educación. Esta es la herramienta que nos permite ver el mundo con ojos críticos, encontrar y desarrollar nuestras mejores capacidades, y, en definitiva, equiparnos para construir un mundo más justo.
Hoy, la invitación no es solo a preguntarnos qué podemos hacer, sino quiénes vamos a ser en este mundo fragmentado.
Te invito a actuar, incluso a través de acciones pequeñas, ya sea participando en campañas de sensibilización de alguna causa justa con la que te identifiques, apoyando a ONGD como Entreculturas o a organizaciones locales, siendo consciente de tus hábitos de consumo y qué apoyas con ellos, escuchando los testimonios en primera persona de personas con experiencias vitales diferentes a las tuyas,
En un mundo lleno de ruido y sufrimiento, elegir cuidar movido por la empatía, el coraje y un profundo sentido de la humanidad compartida es un acto revolucionario. Y quizás el más humano de todos.
***Asunción Taboada es responsable de Acción Humanitaria de la ONG Entreculturas.