Una queja entonada cada vez de forma más enérgica y frecuente por la ciudadanía de medio mundo es la que tiene que ver con el colapso y la lentitud de la justicia: “llega tarde y mal”, se afirma con desesperación. Denunciar que uno de los poderes fundamentales de nuestra democracia, el poder judicial, no funciona como debe, no cabe duda de que constituye, hoy día, una protesta fundada, la cual, además, hace referencia a una cuestión trascendental.

Un aspecto interesante y curioso de este asunto es que son, en gran medida, quienes se indignan con razón ante el desastre, los principales causantes y responsables del mismo y quienes, por tanto, tendrían en su mano acabar, en buena medida, con él. Y es que no están pensados los tribunales para ser el primer y único procedimiento de resolución de todas las dificultades o controversias que surjan en nuestras vidas.

Resulta, en este sentido, cuando menos llamativa, la facilidad y la rapidez con que gran parte de la ciudadanía renuncia a su facultad de decidir sobre una amplísima cantidad de asuntos en que puede hacerlo con libertad plena. Sin que nada obligue a ello, ante una dificultad o controversia, un número significativo de personas prefiere que sea otro, un juez, quien decida, y, en muchas ocasiones, sobre los aspectos de sus vidas que más les afectan y les importan.

¿Por qué sucede esto? ¿Por qué hay tantos casos en los tribunales que podrían haberse resuelto con un acuerdo entre las partes? ¿Por qué en lugar de intentar este se acude a un proceso judicial que resulta siempre más caro e incierto y más costoso emocionalmente? ¿Por qué, si se sabe que con mucha probabilidad estos procesos llevarán a una ruptura entre las partes al haber un ganador y un perdedor, lo cual, lejos de solucionar el conflicto, podría, por el contrario, recrudecerlo?

Son, además, procedimientos que se resolverán según la ley, y la ley es una solución estándar que no tiene por qué ser la que mejor se ajuste al asunto específico y a las circunstancias concretas del caso. Por otro lado, en un proceso judicial, las partes pierden el control quedando este en manos de los abogados y de los jueces, quienes, además, se expresarán en una jerga muchas veces difícilmente comprensible.

La explicación posible a todo este aluvión de interrogantes no es, ni mucho menos, sencilla, pero sí que parece razonable dedicar algunos esfuerzos a tratar de comprender qué es lo que hay detrás de estas reacciones masivas, espontáneas y poco prácticas, que producen un uso inadecuado de los tribunales y tanto descontento en quienes la ejecutan. Y es que los conflictos siempre van a estar ahí.

Son fenómenos naturales y presentes en nuestro día a día en la medida en que habitamos en sociedades cada vez más complejas y pobladas en las que constantemente interactuamos con nuestros derechos (a veces, incompatibles), con nuestra diferente educación y cultura, con nuestras distintas percepciones, con nuestros sentimientos, sensaciones, miedos y frustraciones. No solo es que interactuemos, es que somos dependientes unos de otros.

Siendo esta nuestra realidad, llama la atención que no se haya dedicado un esfuerzo especial, en los diferentes sistemas educativos, a que estas permanentes y necesarias interactuaciones se lleven a cabo forma pacífica y eficaz

Al hecho de interactuar constantemente en sociedades cada día más masificadas se une, además, la circunstancia de que la esfera de derechos de cada habitante es también cada vez más amplia, lo cual aumenta, inevitablemente, las posibilidades de fricción de unas con otras.

Que la ciudadanía tenga cada vez más derechos y sea consciente de su capacidad para hacerlos valer es, sin duda, un gran avance, propio de sociedades modernas y desarrolladas, pero puede generar, al mismo tiempo, actitudes a la defensiva y de cierta susceptibilidad que son más proclives al conflicto y que, en todo caso, dificultan una resolución pacífica: “Nadie va a pisar mis derechos”.

Algo positivo puede tener entonces un resultado negativo o indeseado si no se acompaña de una formación básica, una educación, una cultura y unas instituciones que favorezcan y faciliten una gestión más pacífica y racional de estas colisiones entre derechos cada vez más frecuentes e inevitables. Y esto es, precisamente, lo que se ha comenzado a hacer en múltiples países a través del impulso y la promoción de métodos o procedimientos de resolución de conflictos más adecuados o alternativos a la vía judicial, denominados originariamente ADR (Alternative Dispute Resolution).

Con la mayoría de ellos, como ocurre con la mediación y la negociación, lo que se busca es transformar o sustituir la confrontación entre las partes ante una controversia por un diálogo entre ellas orientado a lograr un acuerdo satisfactorio para ambas. Conseguir este paso, sin embargo, requiere de un cambio de mentalidad y de actitud significativo, de manera que ante una dificultad o controversia la respuesta automática no sea buscar una victoria o una venganza en los tribunales.

Esta respuesta pasional, poco práctica y llena de incertidumbre que lleva a un uso inadecuado de los tribunales, a su colapso y a soluciones poco satisfactorias, debe sustituirse por otro tipo de actitudes más pacíficas, eficaces y racionales, en las que se piense no tanto en “derechos” (estos se presentan como incompatibles y confrontados), como en “intereses”.

Pensar en ”lo que verdaderamente me interesa” y no tanto en “aquello a lo que la ley dice que tengo derecho”, me permitirá alcanzar una solución más adaptada a las circunstancias particulares del caso y, por tanto, más satisfactoria, ya que son los intereses, por encima de lo que diga la ley, los que nos acercan a lo que en ese asunto particular queremos y necesitamos.

Es a través de los intereses como lograremos, en muchas ocasiones, soluciones globales y definitivas, al contrario de lo que ocurre con el resultado ganar-perder propio de la mera controversia legal entre derechos. Y es que pensar en los intereses obligará a las partes en conflicto a proyectarse ellas mismas, la totalidad de sus vidas y su relación, en el futuro. También será necesario imaginar las diferentes formas en que esos intereses pueden verse satisfechos, un proceso creativo que hace más fácil un acuerdo, a diferencia de lo que ocurre con la inflexible dualidad entre derechos incompatibles. 

Pese a las ventajas de estos procedimientos extrajudiciales de resolución de conflictos, en muchos países es aún muy escasa su utilización, como ocurre en España. Sería necesario, pues, que los Estados y la ciudadanía continuasen haciendo un esfuerzo en este sentido en la medida en que avanzar hacia una más consciente y mejor gestión de los conflictos constituye uno de los aspectos de nuestra existencia que más puede contribuir a mejorar nuestra calidad de vida y que, además, nos mejora como seres humanos.

***Teresa Arsuaga es es abogada, mediadora y escritora.