Cuando aprendí a leer, me regalaron el arma más poderosa que puede tener el ser humano, el alimento más enérgico para la imaginación y el conocimiento. Como si de mariposas de alas blancas se tratase, los cuentos fueron llegando a mis manos, posándose en ellas para hacerme volar entre mil historias. La habitación donde mis juegos eran el relleno de tiempos libres se convirtió en la Caja Mágica donde un libro daba paso a las aventuras más maravillosas que mi mente, aún de niña, no había podido imaginar.

Más tarde, esas historias se fueron transformando y pasé de ser una princesa a una heroína de cómic. Y me fui desdoblando en personajes que acrecentaban mis sueños; me fui imaginando conquistadora de islas, emperadora de lugares desconocidos colonizados únicamente por los habitantes que cada autor creaba como protagonistas y yo era una de ellas, metida en sus líneas y casi bebiéndolas.

Y descubrí que podía llegar a hacer que los personajes de esos libros fueran de carne y hueso simplemente con observar a mi alrededor, porque siempre había alguna persona cuyos gestos, palabras, su pelo o sus manos me recordaban esa página de la historia.

Y comencé a adentrarme en una realidad ajena a la superficie plana que simplemente se ve y vi más allá de sus caras, de sus manos, de sus gestos, de sus movimientos. Dentro de cada una de esas personas había una historia que yo imaginaba y que seguramente habitaba en ellos, porque los libros que leyeron y los engancharon, los sedujeron y quedaron en ellos para siempre.

Y en esa locura que solo se provoca en el lugar que existe entre un libro y tu imaginación, fui seducida por eso que genéricamente llaman amor a la lectura.

En abril comenzaron las maravillosas ferias del libro, esos países de Nunca Jamás donde existen castillos inmensos en forma de casetas blancas, con libreros enamorados hasta el tuétano, con editoriales que gustan bailar con sus autores y con miles de páginas anudadas a portadas que esconden el poder de hacernos soñar, de regalarnos saber, de completar tiempos muertos que dedicamos a mirar una pantalla o seguir el circular movimiento de una mosca en el cristal.

Sí, el libro te suplica que le permitas seducirte, que huelas su particular aroma, que acaricies sus márgenes e incluso que tatúes tus pensamientos a modo de anotaciones nerviosas y rápidas cuando te impacta o emociona uno de sus párrafos. Te suplica que lo admires en su portada que un día el autor mimó. Quiere que lo manosees mientras el sol broncea tu cuerpo y él te hace salirte del lugar que ocupas por unos instantes. Quiere ser ese amigo que te hace reír, te entretiene o te consuela. Quiere ser quien te dé la mejor receta de vida, quiere sacarte de tu rutina, quiere enamorarte, quiere dejarte con ganas de más.

Según mi amiga y autora Mar del Olmo, «Un libro siempre es el amante perfecto por el que dejarte seducir, incluso cuando no necesitas amor físico. Sus palabras pueden reconfortar tu alma porque te acarician el pensamiento; si el cuerpo te pide acción, te coge de la mano y te hace volar hasta el corazón de la aventura. Un libro a veces refleja tu vida y te hace llorar porque un desconocido entró en tu casa sin que lo supieras y expresó con palabras lo que a ti se te agolpa en la garganta. Un libro escucha, no juzga, te proporciona placer, te evade de los problemas y te enseña.  Si llego a saberlo antes, me hago bibliotecaria en lugar de casarme y tener hijos, que comen y cuestan mucho más».

Cada año las ferias del libro nos dejan con ganas de más, con la esperanza de encontrar esa historia que no olvidemos jamás y recomendemos ávidamente a las personas que queremos. Porque lo más bonito de los libros es que hay lugar para todos, y detrás de uno viene otro, porque siempre hay espacio en nuestra memoria para uno más.

Déjate seducir por un libro o por todos los que seas capaz, no es promiscuidad, es placer en letras mayúsculas.