Si hoy leyéramos en una novela “Elvira se despidió de Eva y llamó a un taxi. En la radio Motomami acompasaba las últimas luces nocturnas”, el lector del presente tendría clara la referencia musical y su contexto sonoro… Pero ¿qué ocurriría dentro de cuatro siglos?

Probablemente el lector del futuro no vaya a saber quién fue Rosalía. Puede que incluso entonces el proceso de lectura tal y como lo conocemos no exista ya y que el acceso a un relato se comprenda de forma virtual e inmediata a través de una conciencia global compartida…

Hasta que ese momento llegue, podemos seguir analizando las músicas que los escritores mencionan en sus obras y las llenan de significados. Esto sucede, sin duda, en toda la obra de Cervantes y, especialmente, en su Quijote, un libro “que canta”.

Don Quijote. Ilustrado por Jaume Pahissa y Laporta (Barcelona, 1898). Iconografía Textual del Quijote. Proyecto Cervantes. Texas A&M-UCLM.

En el pasado Cecilio de Roda, Adolfo Salazar, Miguel Querol o Víctor Espinós supieron aplicar su fino oído a los instrumentos, danzas y canciones que podían escucharse entre sus páginas. Investigaciones recientes nos permiten comprender mejor el universo sonoro cervantino y nos acercan a un Cervantes que parece decir: “no solo se lee con los ojos; también con los oídos”.

El Quijote, un libro musical

Ya en la primera parte de la novela, Don Quijote confiesa a su escudero:

“Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos, que estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a los enamorados andantes”.

(Don Quijote, I, XXIII).

Por esta razón las músicas del romancero están muy presentes. Así ocurre en la Cueva de Montesinos (II, XXIII), donde Don Quijote se encuentra frente al corazón de Durandarte, su alter ego en ese mundo de sombras. A través de este relato, Cervantes rememora el romance que Luis de Milán había musicado en su Libro de música de vihuela de mano. Intitulado el Maestro (Valencia, 1536) y que refiere las penas de este caballero:

Cervantes utiliza, además, un amplio vocabulario musical preciso y, en ocasiones llega a aludir a las directrices del Concilio de Trento (1545-1563) en torno a la música –las cuales pedían que la polifonía y el contrapunto debían expresar con claridad los textos religiosos–. Por ejemplo, cuando Maese Pedro pide al joven que se ajuste a lo esencial del relato:

“Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado: sigue tu canto llano y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles”.

Don Quijote, II, XXVI, p. 848

En otro momento, Don Quijote explica que los albogues son “unas chapas a modo de candeleros de azófar, que, dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no muy agradable ni armónico, no descontenta”. Posteriormente, elabora su definición con una clase de historia de la lengua sobre palabras procedentes del árabe con prefijo al-, utilizándolo como argumento de su autoridad.

Nada más lejos de la realidad. El albogue era, como señalaba Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), “cierta especie de flauta o dulçaina”, un instrumento de viento rudimentario usado por los pastores y bien conocido desde los tiempos de Alfonso X el Sabio.

Cervantes ridiculizó y satirizó en ese fragmento el saber del caballero y, de paso, engañó a numerosos críticos cervantistas que consideraron que Don Quijote estaba en lo cierto.

Garcilaso de la Vega: el poeta cantado del Quijote

Cervantes sintió una admiración profunda por Garcilaso y muchas veces lo citó en un contexto musical, tanto en La Galatea como en el Quijote . Sucede así en el episodio de Altisidora, donde junto al supuesto cadáver fingido leemos la siguiente escena:

“…un hermoso mancebo vestido a lo romano, que al son de una harpa que él mismo tocaba cantó con suavísima y clara voz estas dos estancias:

En tanto que en sí vuelve Altisidora,

muerta por la crueldad de don Quijote,

y en tanto que en la corte encantadora

se vistieren las damas de picote

Y en tanto que a sus dueñas mi señora

vistiere de bayeta y anacoste.

Don Quijote, II, LXIX

Cervantes parodia aquí el soneto XXIII de Garcilaso ”En tanto que de rosa y azucena“, para el cual había puesto música Francisco Guerrero en sus Canciones y Villanescas espirituales (Venecia, 1589), y reescribe unos nuevos versos que pueden acomodarse fácilmente a la música preexistente:

Las canciones populares: Dulcinea y su "bello lunar”

Cervantes también hace uso de las canciones populares.

El caballero es recriminado en sus nuevos delirios pastoriles por su sobrina, aludiendo a la conocida canción “Romerico tu que vienes”, ya puesta en música por Juan del Encina en el Cancionero de Palacio y presente en otros como el Cancionero de Elvas o el Cancionero musical de Segovia:

¿Qué es esto, señor tío? Ahora que pensábamos nosotras que vuestra merced volvía a reducirse en su casa y pasar en ella una vida quieta y honrada, ¿se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose «pastorcillo, tú que vienes, pastorcico, tú que vas»? Pues en verdad que está ya duro el alcacel para zampoñas.

Don Quijote, II, LXXIII

Otro extraordinario episodio de clara ascendencia musical es aquel en el que Sancho retrata paródicamente a Dulcinea como labradora encantada con su fealdad cuando dice:

Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas,(…); aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.

Don Quijote, II, X

Para el caballero, “si tuviera cien lunares (…), en ella no fueran lunares, sino lunas y estrellas resplandecientes”. Lo cierto es que este tópico de la aldeana con su lunar era bien conocido por correr en una canción muy popular que Juan Vásquez, en su Recopilación de Sonetos y Villancicos a quatro y a cinco (Sevilla, Juan Gutiérrez, 1560), supo poner maravillosamente en música:

¡Qué bonica labradora,

matadora!

su lunar en la mexilla

lindo es a maravilla;

creo qu’en toda la villa

no ay más linda labradora.

La influencia italiana

El periodo que Cervantes pasó en Italia al servicio del cardenal Acquaviva le permitió conocer su cultura profundamente. No debe extrañarnos que en las páginas finales de la novela, Don Quijote, derrotado y vencido, cante este poema:

“Don Quijote, arrimado a un tronco de una haya, o de un alcornoque (que Cide Hamete Benengeli no distingue el árbol que era), al son de sus mesmos suspiros cantó de esta suerte:

— Amor, cuando yo pienso

en el mal que me das terrible y fuerte,

voy corriendo a la muerte,

pensando así acabar mi mal inmenso (…)

Don Quijote, II, LXVIII

En realidad este texto es la traducción que hace Cervantes de un poema de Pietro Bembo, publicado en Gli Asolani (Venecia, 1505), y que fue ampliamente difundido gracias a la música de Jacques Arcadelt en Il primo libro de madrigali a quattro voci (Venecia, Antonio Gardano, 1539). Su éxito le hizo alcanzar ediciones sucesivas hasta 1608. Gracias a ellas hoy conocemos qué musica había tras estos versos.

Quand’io penso al martire,

Amor, che tu mi dài gravoso e forte,

corro per gir’a morte,

così sperando i miei danni finire.

Conclusión: Cervantes, un cómplice musical

Estos son unos pocos ejemplos de las muchas músicas que pueden escucharse en la obra más universal de la literatura española y que el paso del tiempo ha erosionado. Cuando Cervantes indica que algo se canta no se trata de una mera fórmula convencional, sino que hay un trasfondo sonoro real con el que trata de hacernos cómplices.

Sin duda reconocemos en él a un testigo de primera línea de la realidad musical de su tiempo: un escritor que supo muy bien aprovechar las Motomami del momento y lanzarnos así un "guiño” cuyo eco escuchamos cuatrocientos años después.

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Profesor Titular de Universidad. Área: Música. Investigación: Relaciones entre Música y Literatura, Universidad de Castilla-La Mancha

Este artículo ha sido publicado originalmente en THE CONVERSATION