Desde ya hace décadas, el día 3 de diciembre se viene celebrando en todo el mundo, promovido por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Día Internacional de las personas con discapacidad. Cómo todas estas efemérides, con dos claros objetivos: promover y defender derechos y concienciar sobre su situación en todos los niveles de la vida social, política, económica y cultural. En los últimos años mediante campañas relacionadas con la inclusión del discapacitado de acuerdo con los objetivos de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible (OSD).

La problemática de la discapacidad y las personas discapacitadas no es un asunto baladí desde dos claves interpretativas. La una, desde su aspecto cuantificable, pues según las estadísticas de hace unos años proporcionadas por el INI afecta en nuestro país a casi 4 millones de personas, un 9% de la población; a nivel mundial se habla de unos 1.000 millones de personas discapacitadas. Y la otra, desde una perspectiva cualitativa -antropológica- que pone en el centro de nuestra mirada la esencialidad de ser hombre, de su dignidad como tal, y de cualquier hombre. Es una clave que de alguna manera pone en evidencia y se enfrenta a ideologías y elementos culturales hoy muy vigentes en nuestra sociedad que están propiciando la llamada cultura del descarte.

La atención a las personas discapacitadas a través de la historia ha estado siempre en función de la concepción que el paradigma cultural del momento histórico ha atribuido a la idea que se tenía sobre el hombre. Desde esta perspectiva ha caminado principalmente a través de dos hojas de ruta claramente diferenciadas y que han determinado su terminología, su definición descriptiva y por consiguiente su respuesta social, política y cultural. La una ha puesto su centro de atención en el discapacitado desde su visión del hombre como “ser capaz de hacer”; la otra mirando al hombre -a todo hombre- como un ser dotado de igual dignidad, pero al mismo tiempo vulnerable, limitado y por tanto necesitado de cuidados.

La primera hoja de ruta ha bebido de las fuentes clásicas grecorromanas, que desde su pensar filosófico han considerado al hombre como un ser provisto de razón, por un lado, y capaz de relacionarse –“animal político”- por otro; desde esta perspectiva el hombre ha sido considerado como receptáculo de capacidades en íntima conexión con la razón o con sus necesidades de relación. Resulta obvio concluir que desde este planteamiento se ha considerado como ser anormal, subnormal (por debajo de lo normal), inválido (no válido), deficiente (defectuoso, incompleto), a toda aquella persona que no tuviese al completo sus capacidades racionales o relacionales. Su respuesta social está en la historia, y en muchos elementos de nuestra cultura actual.

La segunda hoja de ruta interpretativa, que ha caminado en paralelo con la anterior, hunde sus raíces en la tradición judeocristiana -especialmente en el cristianismo que la radicaliza y la centraliza desde la esencia de su fe en un Dios encarnado-. Su pregunta para fundamentar la respuesta social, cultural, política y económica a la problemática de la discapacidad, ya no parte de lo que el hombre es “capaz de hacer”, sino de la pregunta “qué puedo y debo hacer”. Es pues una pregunta ética y moral: “¿dónde está tu hermano?” Esta clave interpretativa ha propiciado y propicia una cultura del cuidado que tiene su imagen literaria y simbólica en la parábola del buen samaritano. Una cultura que se ha desarrollado con fuerza en estos tiempos de pandemia ejemplarizada en multitud de experiencias-respuestas humanistas y humanizadoras en relación con el cuidado de los más necesitados; pero que también han tenido su fiel reflejo en otras prácticas relacionadas con la cultura del descarte precisamente con planteamientos muy cercanos a la lógica interpretativa que considera al hombre como un ser “que es capaz de hacer”; y cuando ya no eres capaz, dejas de ser hombre, o no hombre del todo…

La respuesta a la problemática de las personas discapacitadas está hoy planteada a niveles oficiales desde una hoja de ruta basada en el humanismo cristiano. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, aprobada en 2006, ha representado un gran avance en la defensa de los derechos y en el bienestar de estas personas. Sus objetivos específicos se centran sobre todo en la inclusión social, en la educación, y en el empleo.

Las respuestas a estas problemáticas -que no han de ser nunca paternalistas- están en manos de los gobiernos, y las de carácter socioafectivas en las nuestras. 

GRUPO AREÓPAGO