Andan Domingo de Ramos y Semana Santa metidos en agua, un clásico para cofrades rancios. En realidad, la lluvia no marca el destino cofrade… Si acaso, quizá, el de los más jóvenes y tempestuosos… Pero quienes llevamos ya unas cuantas cuaresmas a cuestas, vemos llegar el Domingo de Palmas y damos por cerrado el Misterio. Estos cuarenta días que dejamos atrás son el aroma, la fruta o pulpa del granado corazón cofrade. Lo que viene a partir de ahora, como dijo un célebre pregonero de Sevilla, no es otra cosa que la gloria. Y la gloria, a veces, está reservada y otras no. Si llueve, será bueno para nuestros campos y agricultores. Si no, el alma cofrade volverá a elevarse hasta los cielos, desde donde la vida se divisa como un paso de tiempo anclado a un madero, sobre el que florecen hojas y tallos nuevos.

La Semana Santa es el hecho antropológico más determinante que conozco. Sobre todo, en Occidente, que es donde sigue jugándose la suerte del mundo. No ha habido profeta ni tierra ni religión más grande que haya desplazado a la cristiana. Y mira que lo han intentado, pero aquellos que vinieron con su biblia de profetas menores sucumbieron a su propia endeblez. La Semana Santa es el elemento diferencial de nuestra cultura, más que la Navidad, porque mete de lleno a la muerte en el sistema y de ahí su trascendencia. En realidad, todas las culturas podríamos abordarlas desde su relación a la muerte y ese misterio que cubre a todo hombre desde que adquiere conciencia de sí mismo. Sí, Cristo vino al mundo y fundó una religión… Una de las últimas religiones de muerte, como decía mi admirado profesor César Aguilera. Porque el Cordero es llevado al matadero, tal y como advertían los verdaderos profetas, ahora sí.

Sin embargo, la religión del amor y la caridad se resuelve en un madero clavado con tortura y desgarro. La película de Mel Gibson es atroz, pero es que atroz fue el Misterio y el padecimiento. No hay redención posible sin la muerte, viene a decir el mensaje cristiano. Y es ahí ya donde la fe entra y cada uno hace uso de su libertad. Ninguna, por cierto, como la de Occidente, donde surgió un Voltaire y todos los ateos que negaron después a Dios. Y no pasó nada. Pudieron vivir y crear su escuela, su filosofía. Sin embargo, ninguna tan bella como la que se edifica sobre el amor y la entrega.

De ahí el éxito del cristianismo, por más que muchos marcharan en su contra. Nietzsche alude a la moral de esclavos y señala a San Pablo como su causante. Y, sin embargo, el apóstol escribe una de las epístolas más hermosas que jamás ha salido de la mano de un hombre. “Ya podría yo tener todos los dones del mundo, que si no tengo amor soy como campana que suena o címbalo que retiñe”. En fin, Talavera concluye la Semana con el pregón del Leño Florido. Como saben quienes lo estudian, hablamos de la cristianización de las saturnales romanas. Y, a su vez, de la tragedia griega, con sus ritos dionisíacos y órficos. La primavera, la muerte y el volver a vivir, siempre lo mismo. Aunque la vida son capas y oleadas. Unas culturas cubren a otras y permanecen las inmortales, aquellas que gravitan sobre el amor en el centro del corazón y las personas. La Semana Santa es el tiempo de los padres y los hijos. Aquello que hicieron nuestros antepasados, nos entregaron y debemos transmitirlo a quienes vienen. Llueva o no, es Semana Santa. Y, como Machado, soñé ¡bendita ilusión!, que una fontana fluía dentro de mi corazón.