He recorrido el Valle sin romería y he visto las primeras amapolas de la primavera. Han surgido como siempre, espontáneas, sin pedir permiso al campo verde que las abraza. La amapola es un pliegue de la Naturaleza, el bermellón hecho pétalo, el recuerdo de lo que está por venir. Dice la mitología, que es donde está todo, que Démeter, diosa de la fertilidad y las cosechas, tenía una hija, Perséfone, que fue raptada por Hades mientras recogía amapolas. Fue tras ella por todo el mundo, cielo y tierra, y ordenó parar incluso los frutos que de ella manaban. Hasta que Zeus determinó que Perséfone pasara seis meses con Hades y otros seis con su madre. Sin embargo, los agricultores saben que la amapola, pese a su belleza, no es más que rastrojo vivo que lastra al cereal. Dicen incluso que tiene poderes somníferos y es utilizada en ocasiones como adormidera o placebo. Es tan bella que, como el Magistral de la Regenta, dan ganas de metérsela en la boca para que estalle la voluptuosidad entera y envolverla sobre la lengua. Como todo lo hermoso, lleva el veneno dentro.

La inutilidad de la amapola da incluso hasta para un debate filosófico. Es enormemente bella, pero no sirve para nada. Coquetea incluso con la cursilería, como aquella canción de Joseph Lacalle. Sin embargo, recrea la mirada y baña el campo en colores inimaginables durante el invierno. El rojo sobre el verde es la acuarela disuelta, la disimilitud constante, una mezcla increíble. Es como si los godos se hubieran quedado a vivir con los árabes y los asaltaran cada primavera. Y, sin embargo, la Naturaleza es sabia y encripta cada mayo con su amapola. Pese al ruido y la furia que estos días atacan la televisión y los medios, las amapolas han respirado en un verde claro sin que hubiese balas ni cuchillos por medio. Nos empeñamos en retorcer las cosas, cuando las cosas tienen su propio curso. Como el Tajo desemboca en Lisboa.

Las amapolas se rompen al primer soplo de viento y los pétalos hunden sus lágrimas en la nada. La gota fría del primer rocío terminará entre los dientes de la tierra que secará el sol de agosto. Y, sin embargo, la amapola fue bella en primavera como lo fue el primer amor que asaltó la conciencia. Ese rojo desmedido frente al verde sempiterno es el triple salto mortal, la alegría de vivir, la pasión desaforada, el trueno rápido y el látigo, el relámpago prodigioso, el rayo hendido en el costado. Todo volverá a ser lo que fue, pero nadie nos quitará lo vivido, aquellos años que abruptamente escalaron nuestro ser como si roca toledana se tratara para quedar fijos en la memoria igual que el Rey Moro observa a su amada. La primavera se precipita en los sentidos y agita las papeletas. No quiero romper el artículo en política, pero todo se lee entre las líneas y las televisiones, aquellas a donde volverán las golondrinas que un día vinieron al jardín sus nidos a colgar.