En Ciudad Real el Ayuntamiento ha decidido entoldar la Plaza Mayor y crear un espacio de sombra que libre a sus ciudadanos del rigor del sol veraniego. A uno no le parece mala iniciativa. Somos un pueblo al que le gusta disfrutar de la calle pero en las regiones del interior de la Península tenemos todos los elementos en contra. El clima mesetario invita en verano a desaparecer de los espacios públicos a recluirse en casa y a practicar el higiénico ejercicio de la siesta; un hábito, que en contra del argumento que le responsabiliza del fomento de la vagancia y la indolencia, se ha demostrado como un multiplicador del rendimiento de sus practicantes. Sir Winston Churchill tras la práctica de la siesta en una de las etapas decisivas de su vida política se convirtió en el mejor de los propagandistas de sus beneficios. En la España de hace un siglo nadie en su sano juicio se atrevía a desafiar a la tiranía del verano a partir de la una del mediodía en la que la comida marcaba el ritmo de vida en pueblos y ciudades. Bajo el sol o la sombra de las calles sólo aguantaba el que no tenía más remedio. Ahora, la hora de las cañas o el vermut, que por lo que se ve llaman tardeo, junto al horror a los espacios cerrados que ha impuesto la pandemia, ha sacado a todos sin distinción a las calles.

Y es verdad, que hay espacios públicos que no serían lo mismo sin terrazas. Parecen haber sido pensados para plantar en ellos unas mesas, unas sillas y unas cuantas personas alrededor de unas cañas. Son lugares en los que uno se refugia. Que le piden salir de casa. Hay otros que son todo lo contrario de lo que uno espera para plantar una terraza.

En Ciudad Real, la Plaza Mayor es uno de esos lugares ideales, con su estructura de soportales como el tipo de plaza mayor que se impuso en toda España en el siglo XVII como lugar central de celebración. El problema es que en cuanto uno traspasa el límite de sombra de sus soportales el infierno está servido. Como en muchas plazas remodeladas, el dilema entre gozar de su arquitectura y la belleza indudable de su geometría sin obstáculos para la vista, se impuso sobre la opción de la plaza-parque en la que los acogedores árboles cegarían la perspectiva de su armonía arquitectónica. Los árboles, en definitiva, no nos dejarían ver el bosque que Fisac ideó. Es en su centro una de esas “plazas duras” difíciles de habitar, una antinomia arquitectónica de difícil resolución, si partimos de que ante todo el urbanismo y la Arquitectura deben estar al servicio de la persona que habita sus edificios y la que transita por sus calles.

Por eso, lo de los toldos en la plaza, una idea que los toledanos llevan practicando siglos por el Corpus, le parece a uno una buena solución de compromiso entre arquitectura y comodidad del ciudadano, y ahí están los paraguas de alguna calle de Valdepeñas para confirmarlo.