Todo el mundo está de acuerdo en que nada será igual tras la pandemia del año veinte, y uno piensa que en unas cosas más que en otras. Lo de volvernos de pronto justos y benéficos como obligaba la Constitución de Cádiz a todos los españoles de cuando la Pepa no lo ve uno. Las grandes epidemias de la antigüedad provocaban el temor de Dios y la exaltación religiosa mientras duraban. Las procesiones de disciplinantes y la mística generalizada desaparecían en cuanto la vida volvía a latir. No ha habido una epidemia que cambie la naturaleza humana. La doctrina cristiana explica lo del pecado original y la redención de la especie humana, pero la cosa se alarga ya más de dos milenios y ese animal racional vuelve una y otra vez a las andadas de Adán y familia.

Sin necesidad de remontar la crisis ya se ha podido comprobar cómo algunos de los que aplaudían a los médicos y sanitarios como héroes les dejaban luego un escrito en el ascensor para que se mudaran de casa por aquello del contagio. A los curas y frailes se les seguía en España en las rogativas contra la peste con un cirio en la mano, hasta que en los años treinta del siglo diecinueve se cambió el velón por la navaja cabritera, tras el bulo de las fuentes empozoñadas en una epidemia de cólera en Madrid.

Cambiarán algunas cosas. Difícil que lo haga la humanidad. Lo de la conversión individual no lleva el ritmo que debiera para producir el milagro de la Fraternidad, aquel lema que los revolucionarios franceses colgaron detrás de Libertad e Igualdad para redondear la rima.

En España seguro que nada será igual en las residencias de mayores. Aquello de me voy a una residencia porque es lo mismo que estar en un hotel les sonará a las generaciones que vivieron la pandemia del coronavirus a un sarcasmo. Ahora van a haber desgraciadamente plazas libres, pero me temo que en unos meses muchas de ellas no se cubrirán. Luego con el paso del tiempo, ya será otra cosa.

Un amigo del sector sanitario me decía que una gran mayoría de ancianos de las residencias se dejan llevar hacia el otro lado. Aparcados allí, el sistema inmunitario se va abajo y la resistencia es mínima ante la adversidad. Es ley de vida, se dirá. Los más débiles pagan la fiesta. Por muchos cuidados, cariño y atenciones que pongan sus cuidadores una buena parte de ellos lo llevan cuesta arriba. Se ven solos en el final y pasan adelante sin más. Uno tiene la esperanza de que en esto de las residencias de mayores algo tiene que cambiar. También que en muchos casos no es cuestión de medios materiales. ¿Cambiará algo de verdad?