Paco Torres era un hombre peculiar. Nunca tuvo coche propio y él alguna vez lo justificaba diciendo que para eso tenía el de sus amigos. También se resistió en los primeros tiempos del móvil a tener el teléfono en el bolsillo y a estar las veinticuatro horas del día pendiente de una llamada: “Si alguien quiere localizarme y de verdad quiere hablar conmigo ahí está el teléfono fijo de mi casa”. Luego, muy a su pesar, tuvo que plegarse a la realidad de los tiempos y en la última carta que tengo de él me mandaba un número de móvil y una dirección de correo electrónico. Pero Paco Torres era uno de los pocos españoles que todavía escribía cartas, con sobre, con sello y escritas a mano como Dios manda. Eso sí, escritas en cualquier folio o cuartilla recuperado de los lugares más inverosímiles, como es el caso de la última que me envió, escrita en un folio rayado y encabezado por un logotipo de tres círculos de colores, que también servían de fondo difuminado al papel y la leyenda “Epilepsia en conducción”… Algo, que a uno le dejaba estupefacto pensando en si ahora Paco Torres estaba documentándose para una nueva obra sobre los peligros de la carretera o que por fin se había decidido a comprarse un coche y renovar el carnet de conducir y había arramblado con un tomo de folios en el gabinete de un psicólogo dedicado a la Educación Vial.

Era también un hombre amigo de sus amigos y la última prueba la tuve cuando hace unos meses me llamó para decirme que en una residencia de mayores de un pueblo cercano al que yo vivo estaba un viejo actor, ya retirado, con el que había compartido obras y caminos. Mi amigo Alfredo, que ha formado parte de la farándula, y yo, nos fuimos unos días después a ver a este hombre y pasamos como dos horas charlando con él. Había rodado a las órdenes de Camus en Talavera “Con el viento solano”, tenía un sinfín de anécdotas y como era natural conocía a muchos de los amigos de Alfredo. Su cabeza estaba todavía en aquellos años de caminos y farándula. No dejaba de hablar ni de meter baza. Contrastaba el vitalismo de su relato con su situación. Se recuperaba de una operación del aparato digestivo y cuidaba de su mujer enferma de Alzheimer, que ya llevaba unos meses en aquella residencia. Él, se resistía a vivir en una residencia y añoraba su casa llena de libros por leer. También suspiraba por un bocadillo de sardinas de lata en aceite y por beberse una botella de Rioja.

Cuando volvíamos al pueblo se nos vino el recuerdo de las escenas finales de “El viaje a ninguna parte”, la película protagonizada y dirigida por Fernando Fernán Gómez y en la que tuvo un papel, modesto, como todos los suyos en el cine, el amigo Paco Torres. A cualquiera que la haya visto, le hubiera pasado lo mismo. El amigo Paconoshabía regalado un final de película. Ni siquiera fue posible enmendar ese final con una lata de sardinas y una botella de Rioja, cuando días después le llevé su ferviente deseo camuflado en una bolsa de plástico. El viejo actor no se atrevió a recibir un regalo que iba contra las normas de la casa. Viaje a ninguna parte.