La reciente polémica entre Pedro Sánchez y Luis Argüello, presidente de la Conferencia Episcopal Española, ha vuelto a poner sobre la mesa un debate que debería estar superado en una democracia madura: el derecho a opinar sin recibir represalias políticas.

Argüello se limitó a exponer, con mayor o menor acierto, una reflexión sobre la situación institucional del país y a enumerar mecanismos constitucionales perfectamente legales, es decir, elecciones, moción de censura o cuestión de confianza. La respuesta del presidente del Gobierno no fue institucional ni serena, sino airada, despectiva y, sobre todo, reveladora.

Porque ya está bien. Ya está bien de que Pedro Sánchez solo invoque la libertad de expresión cuando le resulta cómoda, amable o servil. La libertad de expresión no es un privilegio del poder ni una concesión graciosa del presidente; es un derecho que se ejerce incluso cuando molesta.

Lo que hemos visto estos días es a un presidente incapaz de tolerar la crítica cuando no procede de un adversario domesticado o de un tertuliano dócil.

Resulta profundamente inquietante que el jefe del Ejecutivo se permita reprender públicamente al presidente de la Conferencia Episcopal como si fuera un súbdito descarriado, sugiriéndole que "se presente a las elecciones" o recordándole, con tono de advertencia, que "los tiempos en los que los obispos influían en política ya pasaron".

No, señor Sánchez: lo que no ha pasado es el derecho de cualquier ciudadano, sea obispo, fontanero o catedrático, a expresar su opinión sobre la marcha del país. Eso es democracia. Lo otro es arrogancia.

Cada día Pedro Sánchez se parece un poco más a ese amigo incómodo al que tanto admira y tan poco cita: Nicolás Maduro. No porque España sea Venezuela, todavía, sino porque el reflejo autoritario es el mismo: la crítica es legítima solo si no cuestiona al poder. Cuando lo hace, se descalifica al mensajero, se ridiculiza al crítico y se intenta convertir una opinión en una amenaza al sistema.

La pregunta es evidente: ¿Por qué no manda callar también a todos los adláteres que le bailan el agua a diario? ¿Por qué no reprende con la misma vehemencia a quienes desde su entorno mediático insultan, señalan y estigmatizan a jueces, periodistas o rivales políticos? Quizás porque esos no critican, esos obedecen. En el universo mental de Pedro Sánchez, obedecer es una virtud democrática; discrepar, un pecado intolerable y cosas de la "fachosfera".

No estamos ante una defensa del "papel político" de la Iglesia porque de todo habrá, nunca mejor dicho, en el campo del Señor, sino ante algo mucho más grave, la incapacidad del presidente del Gobierno para aceptar que no controla el relato completo. Que no todo el mundo le aplaude. Que no todas las voces críticas deben ser silenciadas con sarcasmo, desprecio o amenazas veladas.

Un presidente seguro de sí mismo escucha, responde y gobierna. Uno débil señala, ridiculiza y pretende dar lecciones de democracia mientras se incomoda ante la más mínima discrepancia, y cuando el poder empieza a confundir crítica con deslealtad, el problema ya no es el obispo que habla, sino el gobernante que no soporta que alguien lo haga. Señor Sánchez, sinceramente, así va usted mal, y precisamente lo que menos le sobra en estos momentos al PSOE es que también se enemiste usted con los fieles de la religión mayoritaria de nuestro país.