El divorcio entre Junts per Catalunya y el PSOE no debería sorprender a nadie; en realidad, lo raro fue la boda. Desde el principio, aquello tenía menos futuro que una promesa electoral en campaña. Pedro Sánchez vendió la unión como un "gobierno progresista", un eslogan tan elástico que logró incluir a independentistas de derechas y a nacionalistas del IBEX vasco; y todos, por arte de magia, se convirtieron en adalides del progreso… siempre que el progreso no tocara sus intereses, claro.

Porque aquello de "coalición progresista" sonaba a chiste desde el minuto uno. Junts, con su aire empresarial y su amor por la patria, la suya, no la de todos, y el PNV, que lleva décadas perfeccionando el arte de gobernar sin gobernar España, compartiendo mesa con un PSOE que presume de izquierda social mientras pacta con los que cobran peaje por respirar. Es como montar una cooperativa de vegetarianos y poner de presidente honorífico a un carnicero.

Lo que ahora se ha roto no es un pacto de legislatura, sino la ilusión de que podía existir un proyecto común entre quienes quieren gobernar España y quienes, en el fondo, sueñan con borrarla del mapa. Sánchez lo intentó, eso sí, con promesas, guiños, mesas de diálogo, una amnistía que se vendió como medicina democrática y acabó pareciendo un analgésico para el dolor de escaños; pero el efecto, como en todos los analgésicos, se pasa, y cuando se pasa, vuelve la realidad: los socios no eran progresistas, eran pragmáticos; no eran aliados, eran arrendatarios del poder.

Junts se va, indignado, porque que el Gobierno no ha cumplido. ¡Qué sorpresa! ¡Nadie lo esperaba! Como tampoco esperamos que los Reyes Magos existan, pero seguimos dejando los zapatos por si acaso. Puigdemont, siempre desde su república portátil en Waterloo, ha dicho que un pacto que no se ejecuta es un pacto roto. Traducido, que el guion que escribió para Sánchez no se ha seguido al pie de la letra. Al final, Junts no ha encontrado la independencia, pero sí la independencia… del PSOE.

Y mientras tanto, el Gobierno se queda solo, proclamando serenidad. "Todo está bajo control", dicen, como quien ve arder la cocina y se sirve un café. Sánchez repite que seguirá adelante con su proyecto progresista, aunque a estas alturas el progresismo de su coalición sea más nominal que real, porque, entre el PNV, Junts y los restos de Sumar intentando sumar algo, aquello de la izquierda transformadora parece más bien una telenovela: "Amores imposibles en Moncloa".

El desenlace, visto en perspectiva, era inevitable. No se puede pretender que quienes están llamados a romper España sean los que la gobiernen. Es como dejarle la caja fuerte al ladrón con la esperanza de que te ayude a reorganizar las cuentas. La ironía es deliciosa: Sánchez, el estratega, acabó rehén de sus propios socios, los mismos que ahora le abandonan porque no se rompió lo suficiente.

Así que aquí estamos, en el epílogo de una historia que nunca fue de amor, sino de conveniencia. Un matrimonio político bendecido por la aritmética y maldito por la coherencia. Y mientras los protagonistas reparten culpas y se juran enemistad eterna, España asiste una vez más al espectáculo más antiguo de su política. El del progresismo que no progresa, la unidad que se fragmenta y los socios que, al final, hacen exactamente lo que se esperaba de ellos: intentar romper el país.