En estos días en los que el sol cae a plomo y los grados se pegan al asfalto como promesas rotas, los telediarios se llenan de consejos para combatir el calor: beba agua, no salga entre las doce y las cinco, cierre ventanas… Pero hablamos poco del verdadero esfuerzo que hacen nuestros mayores.

Porque hay algo que no dicen los informativos: no hablan de la mochila invisible que arrastran muchos mayores en este país. Una mochila que no pesa por fuera, pero aprieta por dentro. Soledad, cansancio, silencios, responsabilidades y, en muchos casos, el cuidado de los nietos. Mochilas que no se cargan en la espalda, pero que sostienen el mundo.

No es que antes fueran mejores los veranos… pero, ay, cómo se estiraban. Duraban lo que ahora parecen tres vidas. Tres meses de bicicletas con ruedines, calles sin coches, pies descalzos, pinos altísimos y siestas que solo interrumpía el canto de las chicharras.

Cada año era una aventura. Nuestros padres —los sabios padres de antes— nos llevaban a un sitio diferente. Tocaba hacer nuevos amigos, desplegar habilidades sociales y aprender a compartir cubo y pala con niños de nombres impronunciables. Hoy lo llaman soft skills; entonces lo llamábamos infancia. Pero siempre había tiempo para ir con los abuelos.

Pero la vida se ha vuelto cara. Las condiciones laborales obligan a muchos padres a tirar de los abuelos para cuidar y llenar el tiempo libre de sus hijos.

Recuerdo cómo mi madre nos llevaba a casa de mi abuela. Ella, con cierto resquemor, dejaba de rodríguez a mi padre y viajábamos al pueblo. Allí mi abuela me enseñó a hacer rosquillas, polos de vainilla en cubiletes de latón y mil cosas más. Sabía exactamente cuándo estaba lista la masa con solo meter un dedo. No tenía Thermomix ni báscula de precisión, pero sabía medir el cariño con cucharadas colmadas.

Como ella, tantos abuelos enseñaban recetas, curaban con infusiones, tejían calcetines mientras contaban historias: del bisabuelo que fue pastor o de la bisabuela que nunca fue a la escuela y, sin embargo, sabía más que un notario.

Y al caer la tarde, paseos por el campo. Aprendías a oler la tormenta, a distinguir los grillos de las chicharras, a recoger moras sin pincharte —bueno, a veces— y a escuchar el silencio. Porque el campo habla, y solo los abuelos te enseñan a entenderlo.

En los patios, donde hoy solo suena el timbre del móvil, antes se escuchaban risas, cantos, juegos de palmas, comba, el “pollito inglés” y eternas partidas de canicas. Y cuando no sabías perder, allí estaba tu abuelo con su frase favorita: “Hoy no es tu día, pero mañana puede serlo”. Sentencias de sabiduría que ni los gurús de Instagram han logrado igualar.

Hoy, nuestros hijos también tienen abuelos. Pero ahora los nietos se quedan bajo su custodia mientras madres y padres trabajan afanosos para alcanzar las ansiadas vacaciones: quizás una semana en la playa o un viaje baratito de esos que son una verdadera lotería… o eso creemos.

La cuestión es que, ahí están ellos, los abuelos. Llevando a los niños al banco, al médico, a la farmacia. Pero, sobre todo, llevándolos por la vida. Enseñándoles a mirar a los ojos, a dar las gracias, a decir “lo siento” sin que se les caiga la corona de príncipes del siglo XXI.

Quizá este verano, entre el ruido del turismo y el runrún de la actualidad, deberíamos parar un instante. Sentarnos a mirarlos y aprender de cómo una abuela le lee un cuento a su nieto, le enseña a atarse los cordones o a mirar con cariño a los demás. O ver cómo un abuelo se sienta en el frescor del patio recién regado para jugar una partida de ajedrez. Porque aprender a vivir, como amar, también se enseña.

Así que gracias, abuelos.

Gracias por ser casa, patria y verano.

Por ser los que están, los que sostienen, los que enseñan sin imponer.

Por ser, siempre, esa mochila invisible…

… que, como el calor, no vemos, pero abrasa.