Días antes de Semana Santa me encontré con Elena Rodríguez de la Cuadra y comentó que estaba harta de los días grises de lluvias continuadas. Echaba de menos la luz y, cuanto más libre se hacía (un caso espectacular de mujer hecha a sí misma en condiciones muy adversas), más apreciaba los colores. El lunes, 28 de abril, el día del Gran Apagón, se produjo el fallecimiento de Elena Rodríguez de la Cuadra. Sorpresivo, impresionante, desmoralizador, tal vez su último reto a un destino que ella burló en su trayectoria vital: desaparecía momentáneamente la luz en España, Elena se lanzaba a buscarla donde estuviera. Espectacular colofón para una vida de superación personal.

Para muchos lectores Elena Rodríguez de la Cuadra resultará una desconocida. Quienes la conocimos y apreciamos su indómita calidad humana sabemos que representa ese tipo de personas anónimas que, si encuentran el ambiente propicio, descubren su papel en el mundo. Y ella lo encontró en un PSOE, por entonces, liberador. Aquel PSOE de los comienzos en el erial ideológico que era Toledo. No abundaban los socialistas y los que había se debatían entre ser marxistas o socialdemócratas. La socialdemocracia no era ni será la caricatura ridícula de pactos con la derecha, como algunos predican ahora. El Congreso en el que renunció Felipe González aclaró el debate. El PSOE debía ser un partido capaz de articular una España plural, con el apoyo interclasista de los ciudadanos. Para conseguir un país moderno, descentralizado, europeo, superador de sus tortuosas historias pasadas. Un partido con voluntad integradora y ajeno a los dogmatismos, que aún anidan en las esclerotizadas izquierdas actuales.

Para llegar a la meta transformadora era imprescindible disponer de una organización extensa y cohesionada. Y había que hacerlo deprisa porque la derecha no cesaba en sus intentos de involución. Suárez era considerado el gran traidor. Su partido, UCD, debía ser dinamitado. Se imponía recorrer la provincia buscando gentes dispuestas a implicarse en política. Era preciso llegar a los 202 pueblos en busca de los rescoldos ideológicos del pasado o quienes estuvieran dispuestos a formar parte del proyecto socialista. Así que por las tardes, cuando las gentes terminaban sus trabajos, se iniciaba el camino hacia algún pueblo de la extensa provincia toledana para constituir agrupaciones locales. En esta mecánica, Elena desempeñó un papel fundamental. Llamaba, concertaba citas, controlaba contactos, organizaba reuniones. En muchos casos asistía a esas reuniones. No importaba que se terminara a las dos o las tres de la noche. No importaba si hacía frío o calor, si llovía o nevaba, si las carreteras eran malas: había una misión que cumplir. Y en esa misión siempre se encontraba Elena eficaz, perspicaz, rápida, intuyendo dónde había polvo y dónde paja, dónde el oportunista, el arribista o el ciudadano aún remiso al compromiso político. Un miedo feroz pervivía aún en los pueblos, temerosos de que volvieran sucesos del pasado. Ella, con su inteligencia natural, avisaba a los hombres de sus despistes y apreciaciones erróneas. En aquellos tiempos las mujeres eran una excepción en las organizaciones políticas o sindicales. Sus aportaciones eran otra manera de entender las cosas. Ella fue protagonista insustituible de las múltiples y esforzadas historias de la construcción del PSOE de Toledo. Nada más, nada menos.

Se presentaron listas para las elecciones municipales en la gran mayoría de pueblos, se consiguió una red de Agrupaciones locales en las que se hablaba de política nacional y territorial y se debatía sobre las mejoras que sus pueblos necesitaban. Los ciudadanos españoles aspiraban a cambiar un país oscuro por una España luminosa. Elena aportó su luz a ese proyecto. Contribuyó al renacimiento del socialismo toledano, arrasado en los años ciegos de la dictadura. Ahora ya es energía inabarcable, pura luz.