Goya no fue político. A ver si de una vez por todas se dan cuenta los protagonistas que acuden a la fiesta del cine español. Todos los años, como un eslogan recalcitrante, tenemos que ver y escuchar las mismas arengas que provocan el aplauso fácil, el asentimiento con la cabeza de los personajes a los que enfoca la cámara y las lágrimas compungidas de alguien del público.
Perfecto. Entiendo sus sentimientos pero en los Goya se debería hablar de cine. Nadie entendería que esto ocurriera en los premios Príncipe de Asturias o en el Balón de Oro, pero sí en los Goya. ¿Por qué?
La XXXIX edición nos dejó momentos cumbre como la forma de entrar al auditorio de María Jesús Montero, que literalmente hablando lo hizo corriendo. No podía dar crédito. A Usain Bolt le habría costado aguantar el ritmo de la señora ministra.
Y por supuesto al presidente Pedro Sánchez quien demostró que podría sustituir a Tom Cruise en la próxima entrega de Misión Imposible al entrar en el auditorio sin ser visto, quizás para ahorrarse algunos cánticos a su llegada.
Pero también hay que criticar el exceso de protagonismo del presidente andaluz Moreno Bonilla quien coincidió a su llegada con Antonio Banderas ¿Error de protocolo o intencionado? Cada uno que piense lo que quiera, yo lo tengo clarísimo. De hecho, quizás el momento cumbre fue cuando el político dejaba atrás a su mujer porque el actor aceleró el paso para entrar sólo al auditorio.
Y por supuesto, los mantras de siempre dentro de una gala que ha terminado por convertirse en un escaparate político donde las películas parecen quedar en un segundo plano. Lo que debería ser una noche de reconocimiento al talento, al esfuerzo y a la creatividad de la industria cinematográfica, se ha convertido en una plataforma de reivindicación donde los discursos políticos eclipsan lo verdaderamente importante esa noche: el cine.
Cada edición de los Goya viene acompañada de un guion predecible. Actores, directores y guionistas suben al escenario no solo para recoger su premio, sino para lanzar proclamas ideológicas que, lejos de representar a toda la profesión, responden a una agenda determinada. Desde reivindicaciones sobre la financiación del cine hasta discursos sobre cuestiones sociales y políticas donde parece que los premios han pasado de ser un evento artístico a un mitin encubierto de algunos protagonistas.
El cine español necesita apoyo, sí, pero lo que necesita aún más es recuperar su independencia del discurso político. No se trata de silenciar a nadie, sino de devolverle a los Goya su propósito original. La calidad del cine español merece estar por encima de las banderas y las pancartas.
Termino diciendo entrelíneas que ojalá en la edición del año que viene, la cuadragésima, la fiesta del cine sólo sea eso, una fiesta.