No es uno aficionado a la gastronomía de estrellas Michelín, quizá porque como en tantas cosas, no he tenido más remedio que adaptarme a mis modestos recursos. Claro, que hay amigos que le responden que en lo del turismo gastronómico no se trata de estar todos los días comiendo en restaurantes de altos vuelos, sino de vez en cuando darse un homenaje, de la misma manera que uno se regala un libro caro o unas vacaciones cada año. 

En fin, a uno le gusta comer bien, pero confieso que me duele el bolsillo y que cuando pago una factura fuertecita para mis recursos no me siento bien. Soy de otra generación y hay cosas que uno hace sin demasiada convicción y con un sentimiento de culpa difícil de explicar a muchos jóvenes que gastan el dinero en estas cosas con una alegría que a uno le gustaría tener.

No soy ni mucho menos un entusiasta de la gastronomía ni de los vinos caros. Me cansa hablar de comida y de bebida cuando la conversación va más allá de unas impresiones y unos adjetivos ante lo que alguien ha cocinado, pero reconozco que no se entiende el mundo de hoy sin esa gastronomía de calidad y sin esos establecimientos que atraen gente y ponen en marcha el viaje del dinero. Una buena parte del crecimiento del sector turístico en los últimos veinte años está indisolublemente unido a ese fenómeno. Las estrellas Michelín crean riqueza, puestos de trabajo y sostienen a otros muchos negocios más humildes y sin tantas pretensiones. Hoy día son fundamentales y son además uno de esos índices que marcan el desarrollo de una sociedad.

Alguien explicará que lo de las estrellas Michelín es un negocio del que huyen muchos hosteleros que solo confían en que la relación precio calidad y el boca a boca sean la única carta de recomendación para mantenerse. Está claro que muchos establecimientos huyen de las estrellas de Michelín y lo llevan a gala. Pero también es verdad que el negocio Michelín se ha impuesto como garantía de calidad y una parte del ramo de tabernas, fisgones y bodegones suspira por una de ellas.

En estos días, treinta y tres cocineros de la región han recibido la chaquetilla que les liga con la calidad y la alta gastronomía que garantiza Michelín. Somos una región, Castilla La Mancha, y un país, España, que da para que muchos de sus ciudadanos llenen estos establecimientos y los mantengan con la alegría de sus bolsillos y ellos respondan llenándoles de satisfacción. Es una buena noticia. Son treinta y tres chaquetillas que crean riqueza en la región y treinta y tres establecimientos que tienen un reconocimiento que atraerá a mucha gente por mucho que a la hora de rascarse el bolsillo a uno le invada esa melancolía, que uno también reconoce, no es de esta época.