EL DÍA DE LA INAUGURACIÓN

La visión blanca del museo sobre la generosidad azul del cielo. A ambos lados de la entrada dobles filas de estudiantes que, después de tanto estar de pie, se han recargado, fila contra fila, pegando sus espaldas y haciendo así que cada hilera se convierta en un Jano de muchas veces dos —¡pero qué jóvenes!— caras. Lo primero en la entrada un anciano con un abrigo de largos faldones (¡es mayo!): «¿Dónde tienen el guardarropa?». «Por aquí, su Excelencia». «¿Dan números? Porque mi abrigo es, creo, de castor, no vaya a ser que en medio de tanta celebración…». El suegro de mi padre, el arcaico historiador Ilovaiski.

La visión blanca de la escalera, que reina sobre todo y sobre todos. En el ala derecha, como guardián, con una estatura ni humana ni divina: heroica el David de Miguel Ángel. Los invitados, en espera del emperador, se esparcen por las salas. De pronto ruido, estruendo, susto, retroceso, astillas de plata y raudales: el yerno dieciochoañero de mi padre rozó la bandeja con las aguas del Cáucaso, que se derramaron y brillaron, como los manantiales de donde brotaron. Los viejos, una vez convencidos de que no había sido una bomba, se calmaron.

Viejos, viejos, viejos. Medallas, medallas, medallas. No hay frente sin zanja, ni pecho sin insignia. Mi hermano y mi marido son los únicos jóvenes. El grupo de jóvenes grandes duques no cuenta, ya que son precisamente un grupo: un bajorrelieve de mármol. Parece que hoy toda la vejez de Rusia haya acudido aquí a hacer una reverencia a la eterna juventud de Grecia. Una lección viva de historia y de filosofía: eso es lo que el tiempo hace con la gente, eso con los dioses. Eso es lo que el tiempo hace con el hombre, eso es lo que el hombre hace con el tiempo. Pero en eso, debido a mis pocos años, no pienso, sólo me angustio.

La vejez, en su indicio principal: la palidez que vence incluso el golpe que el oro asesta a los ojos, ya que toda la vejez está inundada de oro: mientras más viejo, más áureo, mientras más decrépito —más brillante, mientras más opaco el ojo— más fulgurante el pecho. También estatuas, pero de otras. Si los jóvenes grandes duques eran por su forma estatuas —de mármol vivo, los dignatarios también eran, por su material, estatuas— de yeso, rigidité (no existe la palabra rusa exacta), viejos, rellenos de la cal mortuoria de los huesos.

Nunca olvidaré cómo uno de esos ancianitos se tropezó en la escalera y ahí se quedó tirado, moviendo nada más que la cabeza, mientras mi marido corría hasta él desde arriba, y con precaución pero firmemente lo colocó de pie, como una muñeca. Y en diciendo muñeca, digo damas. Blancas, idénticas, con cuellos idénticamente largos, largos sobre todo por las altas golas que ciñen el cuello, con corsés idénticamente altos, con los «portales» de sus peinados idénticamente altos, quizá jóvenes, quizá viejas, pero si jóvenes… tan viejas, no viejas-ancianas —de una edad indeterminada que no hay en la vida, una edad colectiva, creada por el día, el lugar y el arreglo— aunque, quizá, por la luz del museo, regular, alta, dispersa, fotográfica, en relieve… Muñecas en toda la solemnidad, pavorosidad y atractividad de este asunto para nada infantil. La triple blancura: de los muros, de las canas, de las damas es sólo el fondo, sólo el borde de ese cansino y dorado Pactolo de medallas y galones que se arrastra incansablemente. Y otra patente contradicción: entre lo nuevo del edificio y lo infinitamente viejo del espectador, entre lo intacto de los suelos y lo infinitamente usado de los pies que reptan por él.

Visiones (estatuas), apariciones (dignatarios), ensoñaciones (florilegio vivo de mármol) y las muñecas… Me atrevo a decir que las estatuas, ese primer día de existencia del museo, parecían más vivas que la gente, no sólo parecían, estaban, ya que mi padre, con el esmero vivo del maestro, con el esmero del amor vivo, las había sacado de entre las virutas, con sus propias manos, una a una, a todas y a cada una, ayudado por otros también amantes, hechos al amor de manos sencillas, y a cada una la colocaba en el lugar para ella preparado, soltando cada vez un: «¡Qué hermosa!». Mientras que a los dignatarios y las damas, al parecer, ya nadie los amaba, aunque quizá nadie nunca los amó, como tampoco ellos, a nada ni a nadie… El verdadero museo, con todo el frío de esa palabra, no estaba en lo que los rodeaba, sino en ellos, eran ellos.

Pero espera, de pronto: ¡algo vivo! En medio de la blanca nube generalizada de las damas, de repente, inverosímil y absolutamente independiente, una falda abigarrada. Precisamente una falda, encima de la cual una blusa «plisada». ¿Una «progresista» incorregible? ¿Una noble empobrecida? No, la riquísima y extraordinariamente conservadora esposa del más conservador de los historiadores, que hizo extensivo su conservadurismo a sus baúles, es decir, decidió que, pese a la orden («las damas de blanco con ropa de calle y sin escote»), las cinco arshinas de faya blanca que le habían sobrado las seguiría conservando. E instalada en la satisfacción del deber cumplido, en el círculo encantado de la soledad de su falda abigarrada, levanta más alto todavía su joven cabecita de marquesa, cuidadosamente arreglada y arrogante, con dos natos accroche-coeurs.

Y es tan fuerte en mí la atracción por toda valentía solitaria que, conociendo perfectamente los turbios orígenes de esto, la contemplo. Pero el maestro de ceremonias no la contempla. Lanza furtivas y frecuentes miradas al asunto que lo ultraja y, abiertamente preocupado por dónde y cómo apartarlo, se olvida de él sólo bajo la afluencia de otra preocupación: nadie se coloca en fila, salvo los mercaderes decanos con barba y medallas, que en cuanto entran, se alinean. «Caballeros, mesdames… Está por arribar Su Majestad… Por favor… Por favor… Las damas a la derecha, los caballeros a la izquierda…».

Pero nadie lo escucha. Escuchan a un dignatario grueso, macizo, de rostro inteligente, que con gestos fluidos y convincentes algo le dice a alguien para todos (Witte). Los decanos miran el Águila Blanca en Necháiev-Máltsev, recibida «por el museo». «Señoras y señores… Por favor… Su Majestad…». Ya todos estamos arriba, en aquella sala donde se celebrará el oficio eclesiástico. La alfombra roja para el zar, por la que los pies, por sí solos, no van. El clero está reunido. Esperamos. Y algo se aproxima, algo está por pasar, y ha de ser ahora, porque como el oleaje, la inquietud embiste los rostros, y los ojos apagados centellean a la luz de las velas que se consumen rápidamente. «Será ahora… Han llegado… ¡Ya vienen! ¡Ya vienen!…». «Y como por arte de magia» —la expresión aquí no sólo es correcta, es irreemplazable— las damas a la derecha, los caballeros a la izquierda, la alfombra roja, sola, y queda claro que ahora correrá por ella. La recorrerá…

Con un paso brioso y veloz, con la expresión alegre y bondadosa de sus ojos azules, que están a punto de echarse a reír, de pronto una mirada a mí, a los míos. En ese instante vi esos ojos: no simplemente azules, sino absolutamente transparentes, puros, álgidos, absolutamente infantiles.

Un hondo plangeon de las damas, un descenso vivo y fluido de la ola. Detrás del emperador ni el heredero, ni la emperatriz

Enjambre de niñitas blancas… Una… dos… ¡qué

donaire!…

¿Enjambre de niñitas blancas? Ah no van en el aire

¿Enjambre de maripositas blancas? Enjambre encantador

De finas grandes duquesitas…

Van con soltura y tan veloces como mi padre, saludando con la cabeza y sonriendo a derecha e izquierda… Las más jóvenes con la cabellera suelta, una tiene sobre las altas cejas un mechón dorado. Todas con unos sombreros blancos iguales, grandes, de alas combadas y poco calado, ¡también mariposas!, listas ya para volar… Detrás de los niños, también saludando con la cabeza y también sonriendo, también de blanco, pero ya sin apresurarse, con una sonrisa encantadora en su rostro de porcelana, la emperatriz Maria Fiódorovna. Pasan. Nuestro muro viviente se endereza.

Bendícenos, Señor.

El oficio religioso ha terminado. El soberano habla con mi padre, y mi padre, como siempre, ladeando ligeramente la cabeza, le responde. El soberano, tras haberse vuelto a ver a sus hijas, sonríe. Ambos sonríen. El maestro de ceremonias lleva a las damas moscovitas hasta la emperatriz Maria Fiódorovna. Zambullimiento, movimiento de cabeza. Zambullimiento, movimiento de cabeza. En esas zambullidas hay algo acuático. Así se zambullen las algas en el fondo de Kítezh…20 El soberano, acompañado de mi padre, sigue adelante, y tras él, como encantados por el sonido de la flauta del Cazador de ratas, galones, medallas, condecoraciones… El aire, después del oficio religioso, está más enrarecido. El giro de algunas cabezas hacia las estatuas. Nombran a los dioses y a las diosas… Exclamaciones aprobatorias…

La antigua conocida de mi padre, la italiana rusificada, que todo el tiempo se ha mantenido discretamente en la sombra —si se puede llamar «sombra» a un lugar en donde todo es luz— dio un paso adelante y, con la osadía de las grandes decisiones, tras aferrar a mi padre por una manga: «Iván Vladímirovich, ¡debe usted salir!». Y, como una hechicera, tres veces el conjuro: «¡Aparecer y comparecer, aparecer y comparecer, aparecer y comparecer!». Y, curiosamente, sin la menor discusión, como si no hubiese captado el sentido de las palabras y se sometiera sólo a la entonación, mi padre, como en un sueño profundo, apareció y compareció. Ladeando apenas su pequeña y redonda cabeza canosa,como siempre cuando leía o escuchaba (en ese momento leía el pasado y escuchaba el futuro), evidentemente sin ver a todos los que lo veían, se colocó junto a la entrada principal, solo entre las blancas columnas, bajo el frontón mismo del museo, en el cenit de su vida, en la cumbre de su obra. Fue una visión de absoluto sosiego.

– «Papá, ¿qué te dijo el zar?» – «“Dígame, profesor, ¿qué era aquella sala tan bella en la que asistimos al oficio religioso, tan luminosa, tan espaciosa?”. – “Un patiecito griego, Su Majestad”. – “¿Y por qué lo llama, precisamente, griego, si todo aquí es griego?”. Entonces me pongo a explicarle, y – el zar a sus hijas: “¡Maria! ¡Nastasia! ¡Venid inmediatamente a oír lo que está diciendo el profesor!”. Y entonces yo – a él: “Por favor, Su Majestad, ¿acaso a unas cabritas como éstas les pueden interesar las palabras de un viejo profesor?…”».

– «Papá, ¡el zar posó su mirada en mí!». – «¿En ti?». – «¡Palabra de honor!». – Mi padre con aire filosófico: – «Todo puede ser, en algún lado hay que posar la mirada». – Y quitando sus ojos de mí para ponerlos en el último retrato de mi madre, en el que tanto se parece a Byron: – «He inaugurado el museo».

Y mirando más allá – a otro genio femenino indicador del camino, con toda la fuerza de la creatividad y de la gratitud de un hombre viejo:

—Habrá pensado alguna vez, esta beldad, mecenas, célebre inteligencia privilegiada de Europa, alabada por poetas y glorificada por pintores, la princesa Zinaída Volkónskaia, que su sueño a propósito de un museo de escultura sería heredado por el hijo de un pobre sacerdote de pueblo, que hasta los doce años no había visto un par de botas…

1933