Prólogo

Los hombres conocen lo sucedido.

Lo futuro lo conocen los dioses,

de todas las luces dueños únicos y absolutos.

De las cosas futuras, las que se avecinan

perciben los sabios. Sus oídos,

a veces, en momentos de meditar profundo,

se sobresaltan. El rumor misterioso

les llega de los hechos que se acercan.

Y lo escuchan reverentes…

Constantin Cavafis (1863-1933)

Poemas

Nací muy sano en brazos de una civilización moribunda y durante toda mi existencia he tenido la sensación de estar sobreviviendo, sin mérito ni culpabilidad, siendo así que tantas cosas a mi alrededor se convertían en ruinas; igual que esos personajes de película que cruzan por calles en que se desploman todas las paredes y salen, no obstante, indemnes sacudiéndose el polvo de la ropa mientras, tras ellos, la ciudad entera no es ya sino un cúmulo de escombros.

Tal ha sido mi triste privilegio desde el primer aliento. Pero no deja de ser también, sin lugar a dudas, algo característico de nuestra época si la comparamos con las anteriores. Antaño, a los hombres les parecía que eran efímeros en un mundo inmutable; vivían en las tierras en que habían vivido sus padres, trabajaban como éstos habían trabajado; se curaban como éstos se habían curado; se instruían como éstos se habían instruido; rezaban de la misma forma; se desplazaban por los mismos medios. Mis cuatro abuelos y todos sus antepasados, remontándonos a doce generaciones, nacieron bajo la misma dinastía otomana. ¿Cómo no iban a creer que era eterna?

«Que puedan recordar las rosas, nunca se ha visto morir a un jardinero», suspiraban los filósofos franceses del Siglo de las Luces pensando en el orden social y en la monarquía de su propio país. Hoy día estas rosas pensantes que somos nosotros viven cada vez más tiempo, y los jardineros se mueren. En lo que dura una vida nos da tiempo a ver cómo desaparecen países, imperios, pueblos, lenguas, civilizaciones.

La humanidad se metamorfosea ante nuestros ojos. Nunca fue su aventura tan prometedora ni tan azarosa. Al historiador el espectáculo del mundo le resulta fascinante. Siempre y cuando pueda aceptar el quebranto de los suyos y de sus propias inquietudes.

Nací en el universo levantino. Pero tanto ha caído éste en el olvido en nuestros días que la mayoría de mis contemporáneos no deben ya de saber a qué me estoy refiriendo.

Cierto es que nunca hubo una nación que llevase ese nombre. Cuando algunos libros hablan de Levante, su historia es inconcreta y su geografía, movediza: sólo un archipiélago de ciudades mercantiles, a menudo costeras, aunque no siempre, que va de Alejandría a Beirut, Trípoli, Alepo o Esmirna y de Bagdad a Mosul, Constantinopla o Salónica y llega hasta Odesa o Sarajevo.

Tal y como yo lo empleo, este vocablo obsoleto designa el conjunto de los lugares donde las antiguas culturas del Oriente mediterráneo se codearon con las más jóvenes, de Occidente. De esa intimidad suya estuvo a punto de nacer, para todos los hombres, un porvenir diferente.

Volveré a hablar más despacio de esta cita fallida, pero tengo ya que decir unas palabras de ella para concretar mi pensamiento: si los ciudadanos de esas diversas naciones y los fieles de las religiones monoteístas hubiesen seguido viviendo juntos en esa región del mundo y conseguido cohonestar sus destinos, la humanidad entera habría tenido por delante, para servirle de inspiración e indicarle el camino, un modelo elocuente de coexistencia armoniosa y de prosperidad.

Por desgracia, fue lo contrario lo que ocurrió, fue el aborrecimiento lo que prevaleció, fue la incapacidad de vivir juntos lo que se convirtió en norma.

Las luces de Levante se apagaron. Luego, las tinieblas se extendieron por el planeta. Y, desde mi punto de vista, no se trata de una simple coincidencia.

El ideal levantino, tal y como lo vivieron los míos y tal y como siempre he querido vivirlo yo, nos exige a todos y cada uno que asumamos el conjunto de sus filiaciones y también, un poco, las de los demás. Como sucede con todos los ideales, aspiramos a ello sin conseguirlo nunca del todo, pero la aspiración es en sí salutífera, indica el camino que hay que seguir, el camino de la razón, el camino del porvenir. Llegaré incluso a decir que es esa aspiración la que marca, en una sociedad humana, el paso de la barbarie a la civilización.

Durante toda mi infancia, me fijé en la alegría y el orgullo de mis padres cuando mencionaban a amigos muy allegados que profesaban otras religiones o pertenecían a otros países. Era nada más una entonación de la voz, casi imperceptible. Pero transmitía un mensaje, un manual de instrucciones, diría ahora.

En aquellos tiempos, me parecía algo normal; estaba convencido de que eso era lo que sucedía en todas las latitudes. Hasta mucho más adelante no caí en la cuenta de hasta qué punto esa cercanía que imperaba entre las diversas comunidades en el universo de mi infancia era excepcional. Y cuán frágil era. Muy pronto en la vida vi cómo se empañaba, se degradaba y, luego, se desvanecía, no dejando tras de sí más que nostalgias y sombras.

¿He estado en lo cierto al decir que las tinieblas se extendieron por el mundo cuando se apagaron las luces de Levante? ¿No es acaso incongruente hablar de tinieblas cuando gozamos, mis contemporáneos y yo, del progreso tecnológico más espectacular de todos los tiempos; cuando tenemos al alcance de la mano como nunca lo tuvimos antes todo el saber de los hombres; cuando nuestros semejantes viven cada vez más y con mejor salud que en el pasado; cuando tantos países de eso que fue «el tercer mundo», empezando por China y por la India, salen por fin del subdesarrollo?

Pero es que ése es, precisamente, el desconsolador panorama de este siglo: por primera vez en la Historia contamos con los medios para librar a la especie humana de todas las catástrofes que la acosan y llevarla serenamente hacia una era de libertad, de progreso sin tacha, de solidaridad planetaria y de opulencia compartida; y henos aquí, no obstante, corriendo a toda velocidad en dirección contraria.

*  *  *

No soy de esos que creen que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Los descubrimientos científicos me fascinan, la liberación de las mentes y de los cuerpos me encanta, y considero un privilegio vivir en una época tan inventiva y sin trabas como la nuestra. Sin embargo, llevo observando desde hace unos años derivas cada vez más preocupantes que amenazan con destruir todo aquello que nuestra especie ha edificado hasta ahora, todo aquello de lo que nos sentimos legítimamente orgullosos, todo aquello que solemos llamar «civilización».

¿Cómo hemos llegado a esto? Tal es la pregunta que me hago cada vez que me veo enfrentado a las siniestras convulsiones de este siglo. ¿Qué es lo que ha ido mal? ¿Cuáles son las direcciones por las que no habría habido que desviarse? ¿Habríamos podido evitarlas? Y hoy ¿es aún posible enderezar el rumbo?

Si recurro al vocabulario de la mar es porque la imagen que me obsesiona desde hace unos años es la de un naufragio: un transatlántico moderno, reluciente, seguro de sí mismo y considerado insumergible, como el Titanic, que lleva a bordo una muchedumbre de pasajeros de todos los países y de todas las clases y avanza con pompa hacia su pérdida.

¿Necesito añadir que no es como simple espectador como observo su trayectoria? Voy a bordo con todos mis contemporáneos. Con los que más quiero y con los que quiero menos. Con todo lo que he edificado o creo haber edificado. No cabe duda de que me esforzaré en todo este libro por conservar el tono más ponderado que me sea posible. Pero con terror es como veo que se acercan las montañas de hielo que van tomando forma ante nosotros. Y con fervor es como imploro al Cielo, a mi manera, para que consigamos esquivarlas.

El naufragio no es, por descontado, sino una metáfora. Forzosamente subjetiva, forzosamente aproximativa. Podrían hallarse otras muchas imágenes capaces de describir los sobresaltos de este siglo. Pero ésta es la que me obsesiona. No pasa ni un día, en esta última temporada, en que no se me venga a la cabeza.

Con frecuencia, con demasiada frecuencia por desgracia, es mi comarca natal la que me lo recuerda. Todos esos lugares cuyos nombres antiguos me gusta pronunciar: Asuria, Nínive, Babilonia, Mesopotamia, Emesa, Palmira, Tripolitania, Cirenaica, o el reino de Saba, llamado antaño la «Arabia feliz»… Sus poblaciones, herederas de las más antiguas civilizaciones, huyen en balsas, como tras un naufragio precisamente.

A veces de lo que se habla es del calentamiento global. Los glaciares gigantescos, que se van deshelando sin parar; el océano Ártico, por el que se puede navegar en los meses de verano por primera vez desde hace miles de años; los bloques enormes que se desprenden del Antártico; las naciones insulares del Pacífico que tienen miedo de verse, a no mucho tardar, sumergidas… ¿Van a padecer realmente, en las décadas venideras, naufragios apocalípticos?

En otras ocasiones se trata de una imagen menos concreta, menos dolorosa desde el punto de vista humano, más simbólica. Cuando nos fijamos en Washington, capital de la primera potencia mundial, que se supone que debería dar ejemplo de democracia adulta y ejercer sobre el resto del planeta una autoridad casi paternal, ¿no es en un naufragio en lo que pensamos? No hay ninguna embarcación improvisada flotando en el Potomac; pero, en cierto modo, es la cabina del piloto del transatlántico humano la que está inundada, y es la humanidad entera lo que naufraga.

En otras ocasiones, se trata de Europa. Su sueño de unión es, desde mi punto de vista, uno de los más prometedores de nuestra época. ¿Qué ha sido de él? ¿Cómo es posible que lo hayamos dejado deteriorarse así? Cuando Gran Bretaña decidió abandonar la Unión Europea, a los responsables del continente les faltó tiempo para minimizar ese acontecimiento y prometer audaces iniciativas de los restantes miembros para dar un nuevo impulso al proyecto. Tengo la ferviente esperanza de que lo consigan. Entretanto, no puedo por menos de susurrar de nuevo: «¡Qué naufragio!».

Larga es la lista de todo cuanto ayer, sin ir más lejos, conseguía hacer soñar a los hombres, elevarles la mente, movilizarles las energías, y hoy se ha quedado sin atractivo. Esa «desmonetización» de los ideales, que se sigue extendiendo sin pausa y afecta a todos los sistemas y a todas las doctrinas, no me parece abusivo asimilarla a un naufragio espiritual generalizado. Mientras la utopía comunista se hunde en el abismo, al triunfo del capitalismo lo acompaña una explosión obscena de las desigualdades. Hecho que quizá halla una razón de ser en la economía; pero en el ámbito humano, en el ámbito ético y desde luego también en el ámbito político, supone innegablemente un naufragio.

¿Son expresivos estos pocos ejemplos? No suficientemente, en mi opinión. Explican, sin duda, el título que he escogido, pero no permiten aún captar lo esencial. A saber, que está en marcha un engranaje cuyo motor no ha puesto nadie voluntariamente en marcha, pero hacia el que nos estamos viendo todos arrastrados a la fuerza y amenaza con reducir a la nada nuestras civilizaciones.

Al  recordar  las  turbulencias  que  llevaron  al  mundo  hasta  el umbral de este desastre, seguramente no me quedará más remedio que decir a menudo «yo» y «nosotros». Habría preferido no tener que hablar en primera persona, sobre todo en las páginas de un libro que se preocupa por la aventura humana. Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho si he sido, desde que empezó mi vida, un testigo cercano de los trastornos de los que me dispongo a hablar; si «mi» universo levantino fue el primero en naufragar; si «mi» nación árabe ha sido esa cuyo trágico quebranto ha arrastrado al planeta entero hacia el engranaje destructor?