Nadia Boulanger

Traducción de J. Albiñana. Acantilado Barcelona, 2018. 176 páginas. 14 €

Para tres o cuatro generaciones de compositores, y músicos en general, de Europa y de América, Nadia Boulanger fue "la" profesora. No se había visto una combinación igual de talento musical y vocación didáctica, quizá, desde Leopold Mozart, el padre del genio y genio violinístico y pedagógico él mismo. Son cerca de mil los músicos americanos que pasaron por su clase en París o Fontainebleau, incluidos Leonard Bernstein, Aaron Copland, Walter Piston y Astor Piazolla, y otros tantos los europeos, incluidos John Eliot Gardiner y Ned Rorem. Bruno Monsaingeon (París, 1943), el documentalista que ha fijado en libros y, sobre todo en cintas de cine y vídeo, la historia de la música del siglo XX, ofrece en este libro un retrato impactante de la personalidad de esta formidable mujer. En realidad, es un autorretrato, porque Monsaingeon se limita a ponerle el micrófono delante y dejarla hablar. El resultado es un torrente de conceptos y de historias de músicos (Boulanger los conoció a todos, desde Falla hasta Xenakis, desde Busoni hasta Menuhin) y, sobre todo un testimonio crudo, sin filtrar, de su pasión por la música.



Este autorretrato de Boulanger nos ofrece un testimonio crudo, sin filtrar, de la pasión musical de "la" profesora

El libro nos muestra que, antes de ninguna otra cosa, Boulanger (1887-1979) fue una apasionada de la música o, mejor, una apasionada, a secas. De hecho, de niña no soportaba una sola nota de música. Se ponía enferma solo con oír unos compases. "El piano me parecía un monstruo y me aterrorizaba. Hasta que un día lo descubrí con pasión: oí pasar los bomberos por la calle y me me senté al piano intentando sacar las notas de la sirena. Desde aquel día no hubo más que música. No hubo modo de apartarme del piano". Su pasión por la música era "furiosa, absoluta", casi romántica por ello, pero también muy moderna. Pocos músicos recogen el espíritu de la modernidad (y, curiosamente, también el de la posmodernidad), como ella. La entrega a la música proviene en Boulanger de su curiosidad implacable, de su impetuosa necesidad de conocer. Su madre, la princesa rusa Raisa Micheski, le inculcó la idea de que sin una curiosidad radical no existe conciencia posible de uno mismo. Nadia leía toda la música, desde Guillaume de Machaut hasta Boulez y, en su última época, ciega ya y postrada en la cama, seguía leyendo a través de los ojos de su ayudante español, Narcís Bonet, que tocaba al piano para ella todos los manuscritos que le enviaban. Su curiosidad, además de insaciable, era placentera: "Yo, que en clase soy implacable, cuando leo música no lo hago con espíritu crítico; disfruto del placer del descubrimiento".



Más que a hacer música, lo que Boulanger enseñaba a sus alumnos era a oír. "Aprender a oír es un derecho que todo niño tiene al nacer". Cuando le venía un violinista virtuoso con el Concierto de Mendelssohn, ella le interrumpía en seguida: no, no, no toque la parte del violín; cántela y toque a la vez con el violín la línea del bajo. Y a los compositores, igual: les exigía oír internamente todo lo que escribían. También a los profesores de la orquesta, porque Nadia Boulenger fue la primera mujer en dirigir grandes orquestas (su hermana Lili, que murió muy joven, fue otra pionera: la primera mujer en ganar el codiciado Premio de Roma de composición): "Si al director de orquesta le dieran el tiempo necesario -dice Nadia-, su papel, reducido a lo esencial, consistiría en hacer que cada músico cobre conciencia de lo que tocan los otros".



En su conversación, mitad aluvión, mitad riada, domina la pedagogía de la música, pero abundan excursos de mucho interés. Sus encuentros con Manuel de Falla, a quien admiraba enormemente, son deliciosos. Tras un recital del niño Yehudi Menuhin, le dice Falla a Boulanger: "Sí, si, es un niño prodigio, pero me impresiona más un anciano prodigio. Verdi componiendo Falstaff a los 80 años me sorprende más que Mozart componiendo a los 20." Desfilan también Fauré, Stravinski, Enescu, Lipati, Copland y Ravel, que apareció un día en la clase de contrapunto de Fauré, cuando había compuesto ya obras importantísimas, como el Cuarteto de cuerda. Nadia alucinaba. "De vez en cuando, le dijo Ravel, hay que hacer limpieza en casa".



@GuibertAlvaro