Nacido en Buenos Aires (1977), la carrera literaria de Andrés Neuman se ha desarrollado en España, lo que no obsta para resaltar su proyección internacional. Llegó a Granada con catorce años junto a sus padres, músicos exiliados, y sus inicios están ligados a la poesía, por más que sea un consumado novelista y un cuentista prestigioso, además de aforista, traductor y articulista.



En 2008, Acantilado editó, bajo el título Década, su poesía publicada desde 1997 (nueve libros revisados, como El jugador de billar, El tobogán o Mística abajo, y dos inéditos) a los que han seguido No sé por qué y Patio de locos (2013), Vivir de oído (2028) y la antología Casa fugaz (poesía 1998-2018), de 2020.



Isla con madre está dedicado a la suya, Delia Blanca Galán Casaretto, violinista, “que ya es toda mar”. En una nota final se nos aclara que la obra fue escrita entre 2006 y 2007 y, tras ser revisada en 2022, se rescata “en el XV aniversario de su muerte”. En ese año de escritura ella ya estaba muy enferma. A modo de diario (con su inevitable parte de terapia), su hijo va dando forma, mediante cuarenta y cinco poemas breves y sin título, a un extensa elegía fragmentaria donde emociones y sentimientos quedan fijados con naturalidad y sin patetismo: “Mamá”, le dice en un momento dado.

Isla con madre

Andrés Neuman



La Bella Varsovia, 2023

64 páginas. 12€



Está escrita mediante un lenguaje bello y preciso que no desdeña los argentinismos: “vos”, “sufrís”, “mirás”… Ya que lo menciono, estamos, sí, ante una conversación: la que mantienen madre e hijo en circunstancias tan dolorosas como trascendentes. Tanto que él, al verla tan débil, querría convertirse en la madre de ella.



Hay desconcierto, claro: “¿y cómo acompañarte / sabiendo a dónde vas?”. Y confesiones: “Te amo: hay que decirlo”, “Cuántos regresos, madre, quedarán”. Y la esperanza de que, al irse, “sabrás volverte vos”. Porque la muerte de alguien muy cercano nos pone ante la propia, escribe: “¿Morir joven? No: / me haré viejo / velozmente”. Se siente “envejecido de antemano” (tiene treinta años) al escuchar las risas de los niños. Neuman nos sitúa delante de un inesquivable autorretrato.



El poeta hispano-argentino distingue entre “paz” y “serenidad”. La primera es fruto de la suerte; la segunda, “se gana / con el pan del dolor”. Sabe que vive en ese “límite / entre lo que es aún, / lo que está apenas / y lo que ya no es más”. También que “Este resplandor cansa / porque ya no ilumina un porvenir”. “Vamos perdiendo el trato con las cosas”, declara, y: “Cuántos tesoros, madre, nuestras pérdidas”. Luego se pregunta: “¿Qué son estas palabras / dictándome las cosas / que no he dicho?”. De ahí que afirme: “Las cartas verdaderas [y estas lo son] / se escriben para quienes / no podrán recibirlas”.

[Andrés Neuman: “Me interesa la reapropiación política del cuerpo”]

Quién pudiera “hacer dulces tus males”, le dice, y “ya no encuentro mar en nuestra isla”. “Últimamente viajo para vos”. A la nieve, que, de niña, siempre anheló en su Buenos Aires natal. Con todo, “Es como un tren nocturno este hospital: / en la estación espera más invierno”.



Mientras alisaba las sábanas, cepillaba sus dientes o le ayudaba a orinar en una cuña, “te ofrecí con cuchara mi temor”. Después, “te hiciste pequeñita // y desaparecí”. Al final, “Así morías, madre, vos, tan viva”. Quedaba ya mirar “tus fotos que me miran”. Y esa “luz encendida de vos”: un “amor de guardia”. Al cabo, “perder quiere decir / haber tenido”. Para entonces, “esta lengua materna balbucea”: “No sé cómo decirte, por eso te retengo”. Y da las gracias, a sabiendas de que “voy a hablarte siempre”.