“La experiencia artística se encuentra tan increíblemente cerca de la del sexo, de su dolor y su éxtasis, que ambas manifestaciones no son más que diferentes formas de un mismo anhelo y deleite”, escribió Rainer Maria Rilke en 1903 en una de sus famosas Cartas a un joven poeta publicadas póstumamente. Diderot lo resumió en otra misiva de 1760 cuando afirmó que había “algo de testículo en el fondo de nuestros sentimientos más sublimes”. Desde Virginia Woolf o Emilia Pardo Bazán hasta Oscar Wilde, Francisco de Goya o Napoleón, a lo largo de los años muchos han sido los personajes históricos que han confesado y reflexionado sobre sus pasiones más intimas a través de sus cartas.

Quizás porque, como señala el escritor y editor francés Nicolas Bersihand, “narrar el origen del deseo, la escala que lleva a la cúspide de la unión con otra persona y los gestos sagrados y secretos que acompañan este trance es, sin duda, una de las virtudes de la literatura”. Algo que, sin embargo, y a pesar de su fuerte componente lírico, no ha impedido que la correspondencia haya sido “la gran olvidada de la literatura erótica: poco publicada, celebrada y considerada”.

Para remediarlo, Bersihand, que creó y dirigió la única editorial dedicada al género epistolar en su país, DesLettres, reúne en una completa antología bajo el título de Cartas eróticas (Ediciones B) los testimonios más personales de estos personajes célebres que fueron escritores, monarcas, líderes políticos, compositores y artistas.

Así, con una escritura honesta, directa y desenfrenada, estas cartas nos proponen un curioso recorrido por el ingenio más desatado de los más ilustres personajes. También del más descarado. El dramaturgo y novelista Théophile Gautier, al menos, le escribe sin reparos a Aglaé Joséphie Savatier, directora de un famoso salón de placeres del siglo XIX, que está deseando ofrecerle “un giro lingüístico en el clítoris”.



Pardo Bazán, arrepentida de serle infiel a Benito Pérez Galdós, habla de “un error momentáneo de los sentidos”. Y Honoré de Balzac le da una peculiar réplica al poeta y novelista Henri de Latouche en 1828, cuando contesta: “Tú que me envías a que me jodan, si apelas a mis sentimientos, ven a que te joda aquí, ¡y lo más rápido posible!”.

De confesiones íntimas y más o menos sutiles —“me he portado como un burro indecente contigo, que eres lo mejor que hay para mí”, le escribe Federico García Lorca a Salvador Dalí—, a ajenas y monstruosas: “Entra Su Majestad. Imagínate a un gordo con aire de sátiro, morado y con el labio inferior colgando —relata Prosper Mérimée a Stendhal en 1830 sobre la primera vez de Fernando VII—. Según la dama que me contó la historia, su miembro viril es fino como un bastón de cera en la base y grueso como el puño en la punta, y tan largo como un palo de billar”.

Y también, claro, anécdotas divertidas. “¿Cómo contarte esto? Me da tanta vergüenza que mi pluma se sonroja. Bueno, debo explicarme. Me veo obligado, absolutamente obligado, a dejarte plantado mañana por la noche (…) —se excusa Guy de Maupassant ante un amigo con el que había quedado para pasar la nochevieja—. Una mujer por la que se me empina desde hace bastante tiempo y que se ha cerrado en banda a todos mis intentos de acercamiento (…), quiere cenar conmigo el 31 de diciembre y promete… Eso es, lo sabes, ¿verdad?, ‘un hombre empalmado ya no tiene palabra’”. Eso sí, añade con más descaro que sorna: “No obstante, debe estar de vuelta en su casa a las 10:15 como muy tarde. Así pues, yo estaré en la tuya a las 10:15”.

Entre la pasión y la lírica

Con todo, en esta selección exhaustiva que incluye el antes, durante y después, dividida y estructurada por temáticas, no podían faltar tampoco las palabras más líricas y pasionales. “Había pensado volar contigo sobre el mar. ¿Tienes valor? Nos iríamos, ¿cómo? Nos iríamos ya sabes a dónde, a donde nuestra cuna de estambres rojos y troncharíamos —tu mano y la mía en una— los más hermosos tulipanes”, le sugiere Emilio Prados a García Lorca.

Contagiado por esa misma pasión, Oscar Wilde adula a su amante, Alfred Douglas: “es una maravilla que esos labios tuyos, rojos como pétalos de rosa, estén hechos tanto para la locura de la música y el canto como para los besos. Tu esbelta alma áurea camina entre la pasión y la poesía”.

Igualmente, Miguel Hernández evoca a Josefina Manresa —“mis labios echan gusto a azufre y cuando besan echan lumbre como los del demonio”—, y Gustave Flaubert se dirige a Louise Colet en agosto de 1846: “Ahora siento apetitos de bestias feroces, instintos de amor carnicero y desgarrador; no sé si es amar. Quizá sea lo contrario. Quizá sea el corazón, en mí, el que es importante…”.

Guillaume Apollinaire, por ejemplo, se despede así de su amante, Lou: “Todos los torrentes de mi ser discurrirán en ti; quiero cansarte de todas las formas posibles”. Sin embargo, como apunta el autor de esta selección, las cartas del poeta “solo fueron superadas, en cuanto a libertad de tono, atrevimiento y asunción del deseo, por las pocas cartas de Lou a este”. Así, le contará: “Te escribo rápido, con la tremenda impaciencia que me produce estar sola en mi pequeña cama, con la luz apagada, y amarte perdidamente”.

["Querida madre": cartas de amor infinito]

También hay espacio para los fetichismos. “No te laves, parto y en ocho días estoy ahí”, le pide Napoleón Bonaparte a Josefina de Beauharnais. Mientras que el rey Luis I de Baviera confiesa a la bailarina Lola Montes: “Quiero llevarme tus pies a la boca, de inmediato, sin darte tiempo a lavarlos después de llegar de tu viaje”.

Cartas tan íntimas y personales que sonrojan, como las palabras de Mozart a su esposa, Constanze Weber: “Asea tu adorable nido para mí, que mi pequeño tunante se lo merece, se ha portado bien y sólo quiere poseer tu más hermoso… Imáginate al granuja”. Y tan poco personales, tan frías, como cuando María Antonieta le relata a su madre, María Teresa I de Austria: “Hace ya más de ocho días que mi matrimonio se consumó perfectamente. La prueba ha sido reiterada, y ayer mismo de forma más completa que la primera vez”. Bien es cierto que para entonces, la reina había tenido que esperar la recuperación de su marido, el rey Luis XVI, de una operación de cirugía ahí abajo, algo que se alargó por ocho largos años.

El "olvidado" erotismo femenino

Pero si en algo pone interés y especial atención Bersihand es en las cartas femeninas. “Poco conservadas y editadas hasta ahora —comenta en unas notas al final del texto—, emergen sin embargo desde hace un siglo correspondencias eróticas femeninas extraordinarias”. Nombres como Lou Andreas-Salomé, Mademoislle S., Anaïs Nin o Vita Sackville-West comparten su experiencia entre estas páginas donde también la propia Virginia Woolf emite una interesante reflexión:

“Resulta interesante que no puedas tratar la masturbación por escrito —le comenta la escritora a la compositora Ethel Smyth en una carta de 1941—, eso lo entiendo (…), aunque, en la medida en que la sexualidad gobierna gran parte de nuestra vida —al menos eso dicen—, la autobiografía corre el riesgo de verse truncada de manera significativa si se omite ese aspecto. Y en lo que se refiere a las mujeres, en mi opinión, corre el riesgo de seguir así durante generaciones”.

Desde Safo —“Ardo como el campo fértil en el cual el indomable Eurus alimenta el fuego de una cosecha. Faón habita los prados lejanos en los que el Etna pesa sobre Tifón; yo ardo en llamas no menos abrasadoras que las del Etna”—, a Ninon de Lenclos, cortesana y mecenas de las artes francesas en el siglo XVII —“le he dicho mil veces que no quería encadenarle más que mediante los placeres. Es un amante lo que quiero, no un esclavo…”—, o a la escritora Radclyffe Hall: “hay veces en las que podría despedazar mi cuerpo por la nostalgia que siente por ti. Ocasiones en que la añoranza tortura mis nervios. Momentos en que no puedo dormir por el deseo”.

Todas ellas, como ellos, hablan sin ambages de sus deseos más íntimos. “Tengo tantas ganas de verte, estoy tan ansiosa que siento que no puedo esperar, siento que debo tenerte ya —la expectativa de ver tu cara una vez más me produce un estado febril, y mi corazón late desbocado—”, escribe Emily Dickinson a Susan Gilbert en 1852.

Deseos y lecciones

Tampoco podían faltar, en este sentido, las cartas entre las escritoras Violet Trefusis y Vita Mary Sackville-West que la propia Woolf noveló en Orlando, donde se confesaban cosas como “esta impotente ansia de ti consume mis días y unos sueños insufribles llenan mis noches. Te deseo. Te deseo vorazmente, frenéticamente, apasionadamente”.

Además de las continúas misivas de Pardo Bazán, de quien el editor francés comparte sendas cartas. “En cuanto yo te coja, no queda rastro del gran hombre”, le llega a decir en abril de 1889 a Benito Pérez Galdós. “Espero que se repitan aquellas escenas deliciosas —desea en octubre—. No hemos hecho más que arrimar la manzana a los dientes, esta es la verdad, no hemos agotado, ni siquiera bebido a boca llena el dulce licorcito que nos podemos escanciar el uno al otro. Y cuento con que lograremos el bis que tiene toda canción bonita”.

Pero si algunas de estas cartas sobresalen son las misivas que, en 1861 dedicó Juliette Drouet a Victor Hugo aleccionándole sobre la naturaleza del placer sexual femenino en un “testimonio epistolar histórico sobre el goce femenino”, define el autor de esta antología, cuya aportación personal son estas tres misivas. “Al cabo de los años —le apremia con franqueza—, espero más a menudo el séptimo cielo gracias a mis deditos que por la gracia de tu gran mástil, ¡oh, marino atrevido! No sabría decirte hasta qué punto siento nostalgia de nuestras primeras navegaciones”.

La que fuera secretaria del autor de Los miserables detalla con precisión en estas páginas los pasos a seguir para conseguir el clímax femenino. “La mayoría de los hombres no lo saben, pero el cuerpo de la mujer es sensible por entero, para quien posee la destreza”, tercia y remata más adelante: “No es el hipo tonto de placer que os da a vosotros antes de rodar de costado y se acabó. Para nosotras es más largo, más intenso”.