Ray Loriga. Foto: Jeosm

Alfaguara. Barcelona, 2019. 336 páginas. 18,90 €. Ebook: 9,99 €

Al cerrar Sábado, domingo, cuya lectura me ha entusiasmado y hasta diría un tanto extemporáneamente que me ha hecho feliz, quise prolongar la alegría recuperando Lo peor de todo tantos años después. Con ese libro breve y funambulista descubrimos a Ray Loriga (Madrid, 1967) hace veintisiete años, y releído ahora sigue en pie, espléndido. Yo no buscaba ninguna clave crítica para entender su nueva novela, ni partía de intuición alguna: sólo estoy confesando que Sábado, domingo me dejó con ganas de más y allí seguí la fiesta. Sin embargo, el caso es que la contigüidad de ambas lecturas no dejó de proporcionarme algunas claves menores o, mejor dicho, reconocí en ellas una red de armónicos. Casi tres décadas después, la voz narrativa construida aquí por Loriga es menos digresiva y más lineal, las formas de ensimismamiento y fatalismo y extrañeza se han serenado sin disminuir, su veta romántica renuncia a estallar de rabia para redoblar su ternura. Pero hay algo que conecta con gran naturalidad ambos títulos, y no hablo de ciertas circunstancias personales secundarias de sus respectivos protagonistas sino de un tono, una mirada, en fin: lo que supongo que podría llamarse "un proyecto" o un código moral, y por lo tanto estético. Una fidelidad, aunque no quiero sacar mayores conclusiones al respecto.



Con todo, es curioso porque Sábado, domingo está compuesto por dos partes más una especie de epílogo, y cada una de esas dos partes narra un día en la vida del protagonista, separados por veinticinco largos años. Casi tres décadas, digamos. En la primera parte, conocemos a Federico, que se hace llamar por otro nombre, es retraído y un poco zumbado, se siente muy fascinado por su sofisticada prima Gini, y comparte correrías con un gallito algo capullo que se hace llamar El Chino. Un sábado van a un Vip's y conocen a una camarera preciosa. Se citan con ella, y algo pasa. Lo que ocurrió aquella noche del verano de 1988 fue extraño y quedó oculto tras una elipsis en forma de ataque epiléptico. En el otoño de 2013, ese enigma encontrará una explicación tan sencilla como desconcertantes son las circunstancias que la propiciarán. Por último, en 2014 despediremos al protagonista en una habitación de hotel no demasiado limpia que es un lugar tan cumplido como cualquier otro para hablar del tiempo y del pasado, y para reconocer que el ser humano no tiene mucho que decir al respecto, aunque eso no deba disuadirnos de decir lo que nos plazca. A fin de cuentas, bastante hacemos habitándolos o reconociendo su forma de "extraña medusa negra" (ah, las criaturas marinas y el destino de los héroes recientes de Loriga). Las ocho últimas páginas de este libro son muy hermosas, hasta desembocar en un gesto de amor desligado por completo de cualquier exigencia hacia la persona amada: empieza la escritura.



Parece que no ocurra gran cosa en Sábado, domingo. Como su Za Za, el pobre Federico es llevado por la vida sin quejarse, o no demasiado; un sábado noche parecía "que algo sucedió y no sucedió apenas nada" (a Roman Jakobson, esto es muy sabido, le parecía que la literatura cabía en el arranque de las narraciones populares de Mallorca: "esto era y no era"). También parece que la prosa de Loriga sea sencilla, amistosa, superficial incluso. Es falso (bueno, amistosa sí que lo es), el término exacto es otro: levedad. Impulsada por un pensamiento a la deriva pero no exento de lucidez, el narrador encuentra las únicas pistas más o menos verosímiles de su propia identidad y solidez en los otros a los que ama: su hija, su prima Virginia. Esa levedad de la culpa, de la desesperación y del ritmo es una huella de madurez y una garantía de modernidad vigente. Una tela anecdótica recubre el recorrido del libro por la memoria, también la sonrisa recurrente, y hasta la carcajada. Es un libro divertido y a ratos muy triste. Alguna vez, Ignacio Echevarría calificó Lo peor de todo de "encantador"; también vale en este caso, y va instalándose en mí la tentación de imaginar que, efectivamente, entre esas dos novelas se produce un reconocimiento cómplice que pone en paz al autor con su propia herencia. No sé.



Evitemos especular más de la cuenta y detengámonos en la idea de memoria que atraviesa estas páginas. El narrador de Sábado, domingo no quiere "recordar demasiado" pero, qué remedio, recuerda bien algunas cosas, otras son confusas, y otras no puede recordarlas porque nunca fue consciente de ellas. Vive sometido a la incógnita de una posible culpa que ni siquiera tiene una forma concreta (no puedo ser más explícito sin arruinar la trama). Todas estas incertidumbres son el motor de una escritura muy elegante que lleva todavía un poco más lejos la exigencia del Loriga de madurez, y además lo hace bajo una apariencia "menor" del todo engañosa y saludable.



@Nadal_Suau