Cuatrocientos años después de su nacimiento, Molière sigue siendo, quitado Shakespeare, el autor de teatro más representado en todo el mundo. Viendo los montajes de sus obras o leyéndolas se aprecian con claridad los motivos de esa supervivencia que lo convierte en clásico, es decir, como se sabe, alguien que sigue vivo a pesar de los siglos. Molière inició, a mediados del XVII, la reconversión de un género considerado entonces menor, la comedia, frente a las pomposas tragedias de Corneille, hasta dar carta de naturaleza al género cómico. Los principios fueron duros: un breve paso por la cárcel por deudas del Illustre Théâtre, que había cofundado con Madeleine Béjart, actriz seis años mayor que él, por la que habría abandonado sus estudios de Derecho.

Después vinieron casi quince años de ‘destierro’ de París, recorriendo con sus carromatos las ciudades del oeste y del sur de Francia. A trancas y barrancas, sin embargo, no le fue mal a la troupe, hasta el punto de que en 1664 se atreven a intentar de nuevo los escenarios de París. En los quince años siguientes, hasta su fallecimiento, se convierte en el autor favorito de Luis XIV, que lo utiliza, visto el éxito de Las preciosas ridículas, para difundir, a través de obras como La escuela de los maridos y La escuela de las mujeres, la apertura de costumbres que el rey quiere imponer en su reinado, con la ‘civilidad’ y la galantería por base de un nuevo concepto de las relaciones sociales.

Al servicio de los intereses del rey, este poeta cortesano —fuera de la corte solo había el frío de la nada para artistas, poetas y escritores—, obtuvo el favor real frente a las restantes compañías de París cuando, desde el Louvre, se le encargó organizar en 1664 Los placeres de la Isla Encantada, festejos inauditos e imposibles de imaginar hoy día, pero que tuvieron la virtud de manifestar a todo París que la troupe de Molière estaba, por encima de cualquier otra, al servicio del rey.

No todo fue tan fácil: en esos Placeres estrenó con el título de El hipócrita el primer texto, que desconocemos, de lo que luego sería el Tartufo; aunque la pieza gustó a Luis XIV, la prohibió esa misma noche: “con la Iglesia hemos dado, Sancho”, escribe Cervantes. Y el rey no hace lo que quiere, sino lo que puede. Luis XIV aún no tenía todo el Estado en sus manos, y luchaba por imponer la sumisión del poder religioso (el del obispo de Roma sobre los obispos franceses) al político, que no conseguiría hasta 1682 con la Declaración del Clero de Francia. En 1664 no se hallaba en disposición de enfrentarse a su Iglesia y al partido devoto, que contaba con el apoyo de la reina madre, Ana de Austria; solo cinco años más tarde, más seguro de la fuerza de su poder, Tartufo gozaría por fin de vía libre sobre escena; aunque retocado y ‘corregido’ por el propio autor para molestar lo menos posible.

Menos de un año después de ese fiasco, en febrero de 1665, Don Juan, o El festín de piedra sufrirá el atentado de la censura desde la segunda de las siete representaciones que tuvo, para después desaparecer definitivamente del repertorio de la troupe y no ser publicada sino póstuma. Molière aprendió la lección: la crítica de la hipocresía de los devotos y de ese Don Juan aristocrático, un sí es no es blasfemo, tenía enemigos demasiado poderosos como para que Luis XIV le acompañara en ese camino.

A partir de entonces, Molière seguirá sirviendo como autor los divertimentos de la corte, por un lado, profundizando en los esbozos ya existentes de un género nuevo: la comedia-ballet, que en cierto modo crea y que muere con él; no sin conseguir antes, perfectamente soldadas a las exigencias de la música y del baile, obras propias como El burgués gentilhombre o El enfermo imaginario. Por otro, las obras maestras de su sátira de las malas costumbres del ser humano, de ayer y de hoy, separadas ahora de cualquier asomo de connotación política.

Desde ese momento vivirá en un clima de favoritismo real por un lado, de intimidaciones y ataques por otro, en el que estrenará las piezas que perviven en la historia del teatro: El misántropo, Anfitrión, El avaro, El burgués gentilhombre, Jorge Dandín, Los enredos de Scapín, Las mujeres sabias, El enfermo imaginario…, farsas unas, comedias otras, presididas por la intención satírica contra defectos como la avaricia, el amor desmesurado por la apariencia, el abuso de la potestad paterna sobre las jóvenes, el cornudismo, los celos…

Además se le debe la creación de tipos como Mascarilla o Sganarelle, prácticamente nuevos aunque de raíz italiana, reconvertidos a la francesa. Con estos personajes y este esquema, el tipo de comedia ahormado por Molière pervivirá siglo y medio: lo encontramos en Marivaux, que concentra la acción y la refina; o en Beaumarchais, que hace de Fígaro un heredero de Sganarelle.

Debe hacerse una observación para el conjunto del teatro de Molière: las representaciones de sus obras que vemos en España suelen tener en su mayoría una apariencia de comedias burguesas: pero desde el inicio hasta El enfermo imaginario, Molière depende de la commedia dell’arte, con la que se crio; cierto que se desligó como autor de las tramas de los Italianos, con los que compartió durante años dos teatros, el Palais-Royal y el Petit-Bourbon; pero siguió fiel a lo que había aprendido con Scaramouche, que mezclaba el estilo de los zanni con los graciosos del teatro español; fue el “maestro de Molière”, según su lápida en la iglesia de Saint-Eustache donde Molière fue bautizado; en el juego escénico Molière fue heredero de ese aprendizaje, según los comentaristas de la época: “Su cara y sus gestos expresaban tan bien los celos (…) Nunca supo nadie alterar tan bien su rostro, y puede decirse que en esta obra cambia más de veinte veces”, con una gesticulación exagerada, juego de ojos, cambios de voz, etc. Por otro lado, Molière acepta los elementos más notables de la comicidad francesa tradicional, incrustando bastonazos y lazzi en escenas que provocan la risa del espectador.

En todo su teatro, Molière busca la risa del público, al que permite burlarse de la pintura de unos defectos que quizá él mismo tenga; por eso se ha calificado su risa de trágica, un “reír por no llorar” ante esos defectos que nos retratan ante nosotros mismos, hasta el punto de que, desde los años 1970-1980, los nuevos directores enfocan obras como El misántropo o Jorge Dandín desde la óptica de auténticas tragedias, y ven en sus protagonistas seres cuya angustia procede de su incomprensión de nuevas realidades sociales.

Variantes donjuanescas

'El burlador de Sevilla' de Josep Maria Mestres. Foto: Marcos G. Punto

Molière no conoció de primera mano El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, sino a través de compañías italianas que lo representaron en Francia. Las diferencias entre ambos Don Juanes son notables. Los dos son individuos subversivos y seres ansiosos de carne femenina, cortejadores sin freno. Pero el español es una figura que todavía se sujeta a unos códigos añejos en lo que atañe al galanteo. Encopeta el verbo con el que engatusa a sus víctimas. El francés, sensual y avispado, es mucho más descarado y despectivo, más dado al aquí te pillo, aquí te mato. No tiene ningún remilgo en tratar con desdén a las damas después de haber conseguido sus fines. El de Zorrilla, tercero en discordia, es el único que consigue redimirse y volver del infierno.

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