El Teatro Real puso el listón tan alto la temporada pasada que no tendrá fácil en la que está a punto de empezar concitar tantas emociones y triunfos, como el Opera Award a la mejor compañía de ópera del mundo. El anterior fue el curso en el que el coliseo madrileño, capitaneado por Gregorio Marañón y Joan Matabosch, consiguió doblarle el pulso al virus y mantenerse abierto sin interrupción. Algo que lo convirtió en una especie de oasis en el planeta lírico, noqueado por el embate de la Covid. El título escogido para abrir el próximo jueves, 23, es La Cenerentola, obra que Gioachino Rossini manufacturó en tan solo tres semanas, sólo un año después de haber compuesto el hito más popular de toda su carrera, El barbero de Sevilla.



La Cenerentola fue una solución de urgencia del empresario de Teatro Valle de Roma, al que la censura había tirado el libreto Ninetta [Laurina] alla Corte, basado en la historia de Francisca de Foix, amante de Francico I de Francia. Para tapar el boquete abierto en la programación convocó en su casa a Rossini, que por entonces tenía 25 años, y al libretista Jacopo Feretti. Este, en una especie de tormenta de ideas, propuso decenas de historias, pero a Rossini no terminaba de cuadrarle ninguna. Hasta que, con todos los reunidos a punto de claudicar ante la somnolencia tras horas de deliberación, Ferretti sacó a relucir La Cenicienta, la célebre fábula de redención socioecónomica de una joven maltratada por su madrastra que Charles Perrault formuló, con vuelo fantasioso, en su cuento de 1697.

Truco metateatral



A Rossini se le encendió la bombilla. Así que ambos pisaron el acelerador para tener la ópera lista el 25 de enero de 1817, día en que se estrenó, siendo bastante contestada en un principio. Aunque no tardaría en erigirse en un éxito por toda Italia y recorrer Europa (en el Teatro Real se vería por primera vez en 1851). En aquella premiere quedó patente un detalle significativo: todos los efectos mágicos como, por ejemplo, la conversión instantánea de calabazas en carrozas, habían desaparecido. Rossini y Ferretti, imbuidos por los aires de la Ilustración, optaban por un filósofo para sustituir al hada madrina que ayuda a la pobre huérfana a escapar de la tiranía doméstica a que está sometida. En la coproducción entre la Den Norske Opera de Oslo y la Opéra National de Lyon que se podrá ver en el Teatro Real, Stefan Herheim, el regista, ha concretado en el escenario ese tránsito de lo paranormal al realismo cartesiano dictado por el propio Rossini.



Aunque, eso sí, parte de un truco metateatral para poner en marcha la trama: a una limpiadora de un teatro (papel que se reparten las mezzos Karine Deshayes y Aigul Akhmetshina) le cae sobre las manos el cuento de La Cenerentola. Es una incitación a adentrarse en su universo y protagonizar su aleccionadora aventura (el príncipe disfrazado de esclavo, ya saben, se decanta por Cenicienta al mostrar esta un total desinterés por los bienes materiales). Herheim, así, se desplaza hasta otra célebre narración, como apunta Matabosch: “Lo que propone es una lectura de Perrault a través de Alicia en el país de las maravillas. Como en la novela, tenemos a una mujer que recela cuando es invitada a atravesar el espejo y a entrar en la dimensión de los sueños y el deseo”.



Por otro lado, un especialista en Rossini como Riccardo Frizza, que llegó a dirigir el Festival Rossini de Pésaro, estará al frente de la Sinfónica de Madrid en el foso del teatro. Le compete pues enunciar una música descrita por Théophile Gautier como “un flujo inagotable, un tesoro sin fondo, una prodigalidad desenfrenada sumergiendo los brazos hasta el codo en montones de piedras preciosas”.