Cinco mujeres de la misma familia pertenecientes a tres generaciones distintas regentan un hotel en la costa portuguesa. Tan tímida premisa, impulsada por la inesperada llegada de abuela y nieta al hospedaje, arranca el motor de un melodrama sobre el amor materno-filial cuyas bajas revoluciones iniciales no son más que el anuncio de un calentamiento emocional que terminará en estallido trágico. En ese transitar tranquilo la película asume su mayor riesgo y exhibe su mayor peligro.

João Canijo filma ese hotel con mirada de diseñador de producción experto en dramas carcelarios: cualquier elemento del interior y del exterior del edificio, ya sea construido o decorativo, sirve a los propósitos dramáticos de este tratado sobre la incomunicación y las animosidades familiares. Tabiques que dividen los afectos, estores que aprisionan el espacio en retículas asfixiantes o ventanas que reflejan verdades terribles mientras ocultan con pudorosa elegancia las consecuencias del desastre (¡esa secuencia final!).

Es tal la cantidad de desagravios acumulados entre madres e hijas, está tan lleno el almacén del rencor, hay tanta orfandad emocional que el desprecio se extiende como un secarral infinito en el que el amor ha perdido toda su adherencia y se manifiesta poseído por el odio. Mal viver es un amarse a latigazos, un no poder querer aun queriendo, y la intensidad es tanta y tan vívida que esquinar la cámara para filmar esa sinfonía a ratos patética, a ratos ridícula, siempre desgraciada, es casi la única solución posible para no fabricar un afectado tearjerker.

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Canijo es riguroso a la hora de aplicar esa frialdad que envuelve cada encuadre, deja que las corrientes de dolor y las disposiciones anímicas de cada una de esas mujeres coloreen el vestuario (imposible no pensar en Minnelli, como si estuviésemos ante una versión femenina de Con él llegó el escándalo) y anula la función referencial del lenguaje mediante un overlapping que superpone conversaciones en las que todo el mundo habla y nadie escucha (el tratamiento del sonido es una obra maestra en sí

mismo).

Es una película en el que el peso de la palabra siempre es relativo. Pese a colmar las secuencias de diálogos la comunicación entre ellas es mínima, apenas sirve para transmitir instrucciones laborales, pero carece de valor alguno cuando están en juego cuestiones mayores. E inhabilitada la palabra, solo quedará la violencia, contra las otras o contra una misma.

Esta obra pergeñada durante dos largos años de ensayos y discusiones entre el director y su deslumbrante reparto – coguionista imprescindible de todo cuanto acontece – culmina en un melodrama mayúsculo, la mitad de un díptico que completa Viver mal, pieza complementaria, narrada desde el punto de vista de los huéspedes del hotel y presente en la sección Encounters de esta Berlinale (y, por cuestiones horarias, tristemente inaccesible para quien firma estas líneas).

Petzold y el ridículo

Frente al adusto filme de Canijo, la (falsa) ligereza del último trabajo de Christian Petzold. Roter Himmel arranca como una comedia de enredos veraniega protagonizada por Leon (magnífico Thomas Schubert), un escritor que no sabe leer ni a la gente que le rodea ni el mundo en el que vive. Él y Félix, su amigo fotógrafo, se retiran a una casa en la costa para trabajar; uno en los últimos retoques de su segundo manuscrito, el otro en su nuevo portfolio.

'Roter Himmel'

El guion que firma el director de Ondina (2020) es astuto, sutil, fino. Todo empieza con un coche estropeado, con una huésped que ocupa una habitación en la que no debería estar y con una gotera en el techo, pequeños contratiempos que harán que la inseguridad patológica de Leon, alguien que entiende cada revés como una conspiración contra él, se desborde (esas adversidades mínimas son las que balizan el terreno para señalar la posibilidad de que irrumpa lo inesperado).

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Petzold extrae petróleo cómico de un personaje al que sabe dejar en ridículo, pero si sus enfados infantiles, sus reacciones timoratas y sus excusas parvularias lo convierten en el punching ball de la función, su relación con Nadja (magnética Paula Beer; atención a su vaporosa presentación hábilmente dilatada) activa los mecanismos de la ternura revelando su evidente vulnerabilidad.

Lo que empieza mirándose en los filmes de Eric Rohmer -la comparación se antoja inevitable- termina reflejándose en las películas metalingüísticas de François Ozon (principalmente Swimming Pool, pero también En la casa) merced a un plot twist no por impactante menos esperado – las noticias sobre los incendios forestales que devastan la zona salpican la historia y desde el inicio ya se nos advierte sobre la presencia constante de la adversidad- que deriva el relato hacia la tragedia y que apela a la indisociable relación entre realidad y ficción, la vida alimentando al arte,

las historias como paliativo para mitigar el dolor de la existencia.