Una nueva editorial, Firmamento, nos trae a una escritora y una novela desconocidas por nosotros. Se trata de la holandesa Neel Doff (1858-1942) y Días de hambre y miseria (1911), que ha traducido el poeta y ensayista Javier Vela.

Días de hambre y miseria, finalista del Premio Goncourt e inédita en castellano, fue el debut de la escritora y la primera entrega de una trilogía completada por Keetje (1919) y La chica de los recados (1921), cuya próxima publicación anuncia ya Firmamento.

Inspirándose en estos relatos, el cineasta neerlandés Paul Verhoeven dirigió en 1975 Keetje Tippel, su tercera película, protagonizada por Monique van de Ven y el luego replicante Rutger Hauer, un gran éxito en Holanda y en otros países.

Neel Doff escribe de lo que sabe, de lo que vivió en carne propia. Tercera de nueve hermanos, Doff nació en un pueblo cercano a Ámsterdam, ciudad en la que vivió durante su infancia, antes de trasladarse con su misérrima familia a Amberes y, finalmente, a Bruselas.  

En la página 160 de la novela puede leerse: “…Me asomé a la ventana para tomar el aire y sorprendí a mi hermano lamiendo la vitrina de la carnicería tras la que se mostraban los jamones y las lenguas de buey”. Hasta ese extremo de hambre y pobreza llegaba la familia Oldema, cuya madre, en ocasiones, se paseaba por la ciudad para conformarse deliberadamente con oler los aromas que salían por las ventanas de las cocinas.

Es Keetje Oldema, “alter ego” de Neel Doff, quien cuenta -cabe pensar que de forma casi literal- su calamitosa vida personal y familiar, aproximadamente desde sus nueve años, poco antes de llegar a Ámsterdam, hasta cumplidos los dieciocho, ya en Bruselas, cuando se inicia en la prostitución para solventar la inusitada penuria de los suyos, acribillados, como ella misma, por el hambre, las enfermedades, las constantes faltas de vivienda y empleo y las deudas.

El relato se estructura en unos cuarenta capítulos muy breves que hacen avanzar la acción tanto cronológica como dramáticamente, mediante una miscelánea elíptica de estampas o viñetas que constituyen hitos, por así decirlo, en la vida de la narradora y de los Oldema o que ilustran significativamente un determinado momento de la atroz peripecia de los padres y de los hermanos.

No es fácil del todo explicar cómo, si bien esas experiencias y personales son, en verdad, terribles, Días de hambre y miseria no produce en el lector efectos de abrumadora congoja. Entiéndaseme -si logro explicarme, claro-, la novela -si es que no es una pura autobiografía- conmueve e impresiona, por supuesto, pero Neel Doff no sobredimensiona la tragedia con amplificadores recursos sentimentales o melodramáticos, sino que opta -en paralelo con la brevedad de los capítulos- por una escritura muy seca, económica y directa, que excluye, pese a la emotiva expresividad de lo contado, el intento de complacerse a cada momento en el dolor o de repecutirlo a toda costa en el lector.

Dicho de otro modo, me ha sorprendido la modernidad de la escritura de Doff en 1911, que, también en lo plástico, tiene una pretensión objetivista y diría, si no se prestara a confusión, que casi behaviorista. 

Aunque Doff cita una vez, al final, a Dostoievski, no estamos ni en el sinfonismo argumental del realismo y del naturalismo europeos del siglo XIX ni en las intenciones políticas y sociales de la novela proletaria de los años 20 y 30 del pasado siglo. Ni tampoco en los parámetros de las novelas neorrealistas y realistas de los años 40 y 50. Tal vez más cerca de estas últimas, por su tono más directamente testimonial, que no relega lo poético, Días de hambre y miseria es otra cosa, es algo que se adelanta a su tiempo y que sorprende muy favorablemente.

Keetje ama a sus padres, pero se rebela y se irrita ante la inacción de su atribulada madre y ante el ocasional escapismo y la caída en el alcoholismo de su afectuoso padre. Ambos, de muy noble natural, llegan a pensar, en su desesperación, en abandonar a sus hijos, pues no soportan verlos famélicos y enfermos, acechados por los piojos y las pulgas, muertos de frío, sucios y andrajosos, dependientes de la beneficiencia pública o de la caridad, burlados y humillados por otros niños y por despiadados sirvientes de las clases ricas, siempre al borde del desahucio o de la falta de techo, iniciándose en pésimos, mal pagados y fugaces trabajos, tomando el mal camino de la mendicidad o del delito, empeñando o vendiendo sus escasísimos bienes para obtener unos céntimos con los que comprar lo necesario para, por un día, tener algo que llevarse a la boca o con lo que iluminar o calentar las mínimas habitaciones o sótanos en los que todos se hacinan. Todo esto, y mucho más -la probabilidad del envilecimiento- es lo que queda contado, mediante sus anécdotas correspondientes, en los escuetos capítulos que componen el libro.

Keetje, decíamos, es la muchacha que narra la historia que escribe Neel Doff. Quiero decir con esto que, claramente, Días de hambre y miseria está escrita desde una mirada y una sensibilidad claramente femeninas. Es una mujer en ciernes, atenta a los cuidados y sensible al dolor de los demás, quien elige los episodios a contar, quien observa el mundo y a los hombres que empiezan a querer aprovecharse de su juvenil hermosura. En parte a base de leer e imaginar, es una mujer en construcción de su futura independencia, rebeldía y fortaleza. Es una joven que también sabe soñar y encontrar los escasos motivos y momentos de luz, belleza, felicidad, ternura o alegría que llegan a darse en su muy precaria vida.

Neel Doff se las apañó para aprender a leer y a escribir y, al igual que Keetje en el tramo final de su libro, posó en Bruselas como modelo de artistas (James Ensor, por ejemplo), dominó el francés hasta el punto de escribir una decena de libros en ese idioma, se relacionó con medios intelectuales y políticos socialistas y se casó, primero, con un acomodado e importante editor y periodista de izquierdas y, después, tras enviudar, con un conocido abogado. Fue distinguida como Oficial de la Orden de la Corona de Bélgica y su posición económica fue muy desahogada hasta su muerte a los 84 años. ¡Menuda historia!

Si fuéramos ricos…Cuenta Keetje, escribe Doff: “En las noches de invierno, cuando no teníamos fuego ni luz, con el vientre vacío, nos acostábamos para calentarnos y hablábamos de lo que habríamos hecho si hubiéramos sido ricos (…) Yo quería un armario de cristal lleno de muñecas, vestidas de seda y peinadas con perlas; habría una muñeca muy grande, que sería la reina de las demás. Iría vestida con un vestido hecho de alas de mariposa, que yo habría confeccionado con punto de encaje”. 

Keetje soñaba con un armario de cristal lleno de muñecas vestidas de seda. Seguro que Neel Doff llegó a tener uno así.

@manuelghidalgo