Londres (enviado especial)

El final de la tarde tiene tres partes que pasan en un segundo. Silencio sobrecogedor. Lágrimas inspiradoras. Aplausos atronadores. La pista central se ha vuelto loca porque Roger Federer acaba de ganar 6-3, 6-1 y 6-4 a Marin Cilic para quedarse la historia en solitario, entera para él. El suizo tiene desde hoy ocho títulos en Wimbledon, más que nadie (desempata con los siete de William Renshaw y Pete Sampras). Suma 19 torneos del Grand Slam, a una distancia considerable de los 15 de Rafael Nadal. La victoria, que desde mañana lunes le devuelve al número tres del mundo, blinda su condición de mejor tenista de siempre, y eso no es todo. Cerca de los 36 años, y tras levantar un palmarés de ensueño, Federer está jugando mejor que en toda su vida: cuidado, la de Wimbledon no es la última palabra del genio. [Narración y estadísticas]

“Es muy especial”, dice luego el suizo, que gana el trofeo sin ceder un set. “Wimbledon fue desde pequeño mi torneo favorito y lo será siempre. Mis héroes pisaron estas pistas y por ellos me convertí en un tenista mejor”, sigue, ya convertido en el jugador de mayor edad en celebrar el triunfo en la catedral en la Era Abierta (desde 1968). “Así que hacer historia aquí significa mucho para mí por todo eso. Ha sido un camino largo y emocionante. Ha habido momentos difíciles, pero es como se suponía que sería”, continúa. “Cuando era pequeño soñaba a lo grande. Veía posibles ciertas cosas que quizás otros las imaginaban inalcanzables. Eso me ayudó”, desvela. “Y tengo una gente maravillosa e increíble a mi alrededor. Mi mujer, mis padres… siempre me ayudaron y hacen que siga siendo la persona que soy ahora mismo”.

En el inicio, Cilic destroza la pelota desde las dos alas de la pista. El croata se procura la primera bola de break de la final (2-1) y sueña con hacer lo que parece imposible, que es vencer a Federer en una final de Wimbledon a la que llega lanzado. La respuesta del suizo a la desmedida agresividad de su contrario es sencillamente magistral: anular la pelota de rotura, ganar su saque, romperle a Cilic el suyo en blanco (3-2) y hacer que la final se termine de un plumazo, con magia construida a muñecazos.

El gigante, hasta ese momento una piedra, se desmorona de golpe. Tras encajar un 8-1 de parcial, ya con la primera manga en manos de su contrario y la segunda por ese mismo camino (6-3 y 3-0), Cilic rompe a llorar sentando en la silla. Algo le pasa al croata, que llama al fisioterapeuta porque le duele el pie (una enorme ampolla que condiciona sus movimientos), aunque también un poco el alma, tan dura está siendo la final, tan complicada la gestión de las emociones, tan amarga la impotencia de verse incapaz de competir de tú a tú. Resucitado por la grada, que quiere partido, algo de lucha, el número seis se decide a intentarlo con lo poco que le queda. 

A Federer no le distrae nada de lo que le ocurre a su contrario. Aunque la exigencia del encuentro es inferior a la de otros días, el suizo nunca le pierde la cara al triunfo y hace lo que mejor sabe: robarle tiempo a su rival atacando, lanzándose a por la bola en trayectoria ascendente, que es como dicen los libros que se debe golpear, y finalizando sus jugadas en la red, el territorio donde prevalecen los valientes. 

La tímida resistencia de Cilic solo sirve para prolongar lo inevitable: una victoria de Federer en Wimbledon cinco años después (2012) de la última. Esta, claro, es diferente a todas las demás. Si el genio suizo se ha distinguido históricamente por ganar haciendo arte, por emocionar a todos con una raqueta en la mano, ahora ha ido un paso más allá al romper la barrera de los mortales y desde la grada lo ven sus cuatro hijos sonriendo a coro. Federer no es de este mundo.

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