Analizar a España tras la primera fase del Mundial de Rusia es sencillo. Analizar su juego tras el encuentro ante Marruecos, decepcionante. La selección de Fernando Hierro no es ni mucho menos lo que se esperaba del equipo de Julen Lopetegui. Un desastre a escala reducida tras el despido fulminante de este que se ha convertido en desbarajuste total con el paso de los días y con el colofón de ese último partido donde sólo el VAR, tanto en nuestro partido como en el Portugal-Irán, salvó a la selección de la catástrofe absoluta.

Todos están de acuerdo. Desde el seleccionador y los jugadores al presidente de la federación, culpable también en buena parte de lo visto sobre el césped. España no juega como debiera, pero no toda la culpa es de Luis Rubiales. También hay culpa en el terreno de juego y, por supuesto, en el banquillo.

Frente a Marruecos, España no jugó a nada. Hubo dudas en la portería, lagunas defensivas de la pareja de centrales Ramos-Piqué, falta de circulación en un centro del campo carente de velocidad a la hora de mover el balón y muy, muy poco remate a la portería contraria. Los cambios tampoco ayudaron mucho, y eso que Iago Aspas fue el autor del 2-2 final casi sobre la bocina y con un taconazo para enmarcar. Sin embargo, y a pesar de todos esos pequeños dramas que unidos suman un desastre considerable, todas las miradas se fijaron en dos jugadores: Andrés Iniesta y David Silva.

De Iniesta todos sabían lo que se espera de él, que es exactamente lo que da. Su imprecisión conjunta con Sergio Ramos en la jugada del primer gol de Marruecos no fue más que un malentendido, un grito mal dado, un tuya-mía que no se concretó. Sin embargo, su acción individual en el gol del empate fue Iniesta en estado puro, cumplir con la parte que le toca, sacar la varita mágica y crear algo único donde no había nada. Y no sólo lo hizo una vez, sino dos, aunque en esta ocasión a Diego Costa le faltó calzar un número más para solucionar los agobios de España con mucho tiempo de antelación.

Don Andrés hace lo que hace, y juzgarle por un físico que no llega más allá de los 60 minutos sería injusto, como bien dejó a las claras en su tono mohíno y de enfado en la zona mixta ante las cámaras de las televisiones españolas. Lo mismo pensará David Silva, prácticamente en idéntica situación a la del manchego, aunque en su caso la vara de medir es otra.

Con Isco Alarcón brillando a la altura de sus mejores momentos como profesional, del canario se esperaba que fuese el tercer mosquetero, que compensase en la banda derecha el roto que el malagueño hace por la izquierda en cada partido. Del canario, aunque sólo sea por poner un ejemplo, se esperaba que fue la máquina de generar fútbol que fue ante Italia en aquel 2-0 mágico de Isco donde fue él quien movió los hilos en las oscuridad. Eso hizo el canario a lo largo de toda temporada en el Manchester City de Pep Guardiola y durante toda la fase de clasificación con Lopetegui. Por eso se esperaba más de él.

Es más, ahora que su hijo nacido prematuro ya está fuera de todo peligro, dado de alta y en casa con su familia se suponía que ese alivio, la tranquilidad de haber salido victorioso de lo verdaderamente importante, le ayudaría a jugar incluso mejor de todos esos precedentes.

Lo cierto es que el canario no sólo no está brillando sino que durante el encuentro ante Marruecos fue el cambio claro de Hierro muchísimos minutos antes de hacerlo realidad. Una cambio en el centro del campo que unido a las dudas sobre quién debe acompañar a Sergio Busquets en la contención debilitan a España mucho más de lo deseable. Frente a Marruecos el seleccionador optó por Thiago para buscar más profundidad. No funcionó. Y aún así Koke, Lucas Vázquez y Saúl Ñíguez languidecieron en el banquillo cuando parecían más necesarios que nunca.

Tres opciones, sin incluir a Thiago, para dos puestos. Las dos dudas más razonables de España una vez que De Gea, pese a los fallos y la inseguridad está más que confirmado en la portería. Entonces: ¿qué hacemos con David Silva?

Noticias relacionadas