Cristiano Ronaldo, decían, no aparecía en los grandes partidos, era peor que Messi y estaba acabado. Cada temporada, en algún momento, las palabras se repetían, y siempre caían en saco roto. El portugués, antes o después, miraba a lo alto y pensaba: ‘Aquí estoy yo’. Él siempre se vio como el rey del firmamento, como el jugador que –a pesar de lo que se dijera– iba a ganar los mismos Balones de Oro que Messi (llegó a ir uno a cuatro con el argentino) y como el mejor de la historia, como reconoció en su última entrevista con L’Equipe. Él, para qué engañarnos, siempre aspiró a colocarse en la historia como el primero, y para eso sabía que tenía que estar en el Real Madrid. No le valía otro club. El mejor siempre tiene que estar entre los mejores. Y qué mejor lugar que el Bernabéu para elevar su figura junto al equipo 12 veces campeón de Europa.

El Madrid y el portugués se unieron para iniciar una nueva etapa galáctica, para subir al firmamento agarrados de la mano bailando y cantando el we are the Champions, como si fueran la chica y el chico de La La Land. Esta misma temporada, conquistando cinco títulos en la mejor temporada de la historia del club. El último de ellos, el Mundialito de Clubes de la FIFA conseguida ante el Gremio de Porto Alegre (1-0) en Abu Dhabi, con gol suyo. Y, además, de falta directa. Y eso que Cristiano, también decían, no marcaba nunca a balón parado. Pues lo hizo para redondear una temporada gloriosa tanto para él como para su club.



El año de las luces, la mejor temporada de la historia del Madrid, se cierra con goles suyos en cuatro de las cinco finales disputadas por el conjunto blanco. Cristiano Ronaldo marcó en el último partido de Liga, dos goles en la final de Champions (la segunda consecutiva del equipo de Zidane), en la de la Supercopa de España y en el Mundialito de Clubes. Apareció cuando su equipo lo necesitaba. No en partidos de rutina y aburrimiento. No, lo hizo en los días grandes, en esos días en que muchos jugadores sufren de tembleque y nerviosismo; esas noches en las que sólo aparecen los mejores, los jugadores que marcan diferencias sobre el campo. Un año en que él lo hizo y Messi se tuvo que conformar con levantar la Copa del Rey.



Para Cristiano, también fue la temporada en que cambió sus rutinas. Zidane, llegado en crisis al Madrid, consiguió convencerlo. Lo abrazó, le susurró al oído y le contó su plan. Le dijo que tenía que descansar, que necesitaba dosificarse, que así le iría mejor. Y Cristiano lo hizo. Se quedó en el banquillo cuando se lo ordenaron y ocupó el rol que le pidió el francés. A veces, ocupando la demarcación de delantero, y otras yendo a la banda. Primando los intereses grupales sobre los personales consiguió sobresalir por encima de todos. Ese fue su gran descubrimiento.



Todo eso culminó en Abu Dhabi en el segundo Mundialito de Clubes consecutivo de la historia del club –igualando al Barcelona con tres– y con un gol suyo. Con 32 años, Cristiano Ronaldo suma 709 goles desde que comenzó a jugar y las ensoñaciones de cualquier niño de gusto por el cuero. Lo ha ganado todo, incluido su quinto Balón de Oro, el premio de las estrellas, ese que lo consagra como el mejor. Porque sí, muchos dirán que no es el jugador más estético, el más espectacular, el que mejor regatea o el que mejores controles hace. Da igual. Ha sabido ser, con sus condiciones –más o menos del gusto de cualquiera– un jugador único. Y todo por saber comprender que para que fuera su año también tenía que serlo el del Real Madrid. Que él y el Madrid, bailando como en La La Land, acabarían en la cama rodeados de oro, títulos y reconocimiento. La mejor forma de acabar el mejor año de sus vidas.